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Cincuenta epístolas a Bilbo (XXII)

Milongas liberadas para contarle a un fiel perro

Una garrapata puede matar a un perro. Y a un escritor. Mira tú por dónde, llegado el caso, los venenosos fluidos de un diminuto y temible ácaro podrían unir dos trayectorias a todas luces desiguales en un desenlace idéntico. Cruza los digitígrados, Bilbo, no intente la fortuna adversa exponerte a tales mortíferas babas. El riesgo del suscriptor de estas cartas se atiene, empero, a parecencias más próximas al trajín de encapulladas polillas: larvas de la polilla atestan los cajones y baldas del escritorio, vagan a sus anchas entre papeles garrapatosos donde se trazan cuentos de andar por casa, y que el pendolario susodicho -este tu seguro servidor- se afana en rescatar con el único propósito de contártelos, te gusten o te disgusten, que no se acierta fácil a discernir tus recónditos estados de ánimo. A ver qué te parecen las tres milongas que aquí te dejo, liberadas de las fauces de aquellas larvas de polilla.

Primera milonga: Luisín casi se nos empapizó con una tapa de cortezas de gocho en El Cencerro. Además de la copa de vino que retenía en una mano, reclamaba con urgencia y esparajismo con la otra un buen lingotazo de agua para escapar de los espasmos de la tosiguera. Entre carrasperas agitadas y toses convulsas, alcanzó a decir que no podía votar al número diez de la candidatura del Partido a las elecciones europeas, que lo sentía mucho, que no se lo llevaba el bazo, que si la tachadura de ese nombre en la papeleta invalidaba la lista completa o solo al candidato tachado. Temerosos de que los tragantones empeoraran, le dijimos que no se preocupara, que hiciese lo que le viniera en gana, que disfrutara con la urna el día de la votación, que no se atormentara, que no se le ocurriese papar otra corteza, que si nos tomábamos el penúltimo trago.

Segunda milonga: Entre otras cosas, el homenajeado afirmó que lo importante consistía en averiguar el papel que uno desempeña en el mundo, o sea, tener conciencia cada cual de sus convicciones y que, en ese sentido, a él siempre le preocupó estar al lado de los buenos: los apaches, los chiricahuas, los cherokees, los sioux, los comanches, o sea, del revés de las películas del oeste, como, suponía, estábamos los camaradas que le acompañábamos en la cena organizada para celebrar su jubilación al acabar de cumplir los sesenta y cinco años. Dijo también que el compromiso, bien entendido, se asemejaba a un plato de huevos con chorizo: se sabe que algo de su parte pone la gallina en ese plato, pero quien ha entregado su vida al completo ha sido el cerdo. Añadió, si bien lo comprendimos, que, para él, el viaje reflejaba la parábola de la búsqueda de la felicidad. Málaga, Barcelona, Ginebra y Gijón conformaron las paradas y fondas de su periplo: en la primera apenas le nacieron a la calle, en la segunda se le abrieron los ojos, en la tercera descubrió el amor y el sexo analítico de los viernes que le arrastraron a la cuarta y última estancia hasta el momento.

-Por eso suelo comentar que me hice gijonés por amor -concluyó Manolo, el reciente jubileta.

Tercera milonga: Los ojos se le volvían agua al contarlo. Dos láminas, dos cortinas tenues, dos cataratas delicadas de líquido acuoso le bailaban tangos melancólicos en la mirada. Sumergimos la pena en sidra, primero, y cacharros a porrillo, después, mientras la selección española de fútbol repetía ridículas danzas de impotencia frente a Chile.

-¡Y a mí qué cojones me importa la Roja si la nenina, Lara, mi segunda nieta de dos meses, ye sorda! -explotó.

A Berto no le cayó ni una triste lágrima al cubalibre de Bacardí con Pepsi-Cola del tiempo, una piedra de hielo y un chorro de limón estrujado.

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