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Manuel Vega-Arango Alonso

Un cuento para Cuca

La llegada de una niña curiosa a su nuevo hogar

Esta historia empieza así:

Ocurrió el pasado martes, primer día de diciembre, en un lugar desconocido, en ese espacio misterioso que parece estar tan lejos y, a la vez, tan cerca. Ese lugar del que pocos hablan, pero en el que todos piensan, aunque no lo digan, y que imaginan de alguna manera, sin importar edad, cultura, habla o tradición.

De pronto, ¡zas!, una túnica vuela a la carrera escaleras abajo, un mensajero con prisa, con un recado importante, con algo que no puede esperar:

–¡Señor, venga, hay una niña corriendo hacia aquí, saltando camino arriba, con un cuaderno y un lápiz en sus manos!

–Ya lo sé, Pedro. ¿Y qué tiene eso de especial? Es tu trabajo recibirla, ¿no?

–Sí, sí... pero es que esta niña es un poco singular. Verá... esta hizo muchas cosas ahí abajo, de las que importan, ya sabe. No pudo ir a la Universidad, pese a ser alumna aventajada, eran tiempos difíciles para las de su edad, tiempos de coser y cocinar, pero logró abrirse camino. Una hormiguita, Señor. Escribió y escribió, primero para ella y luego para los demás, ganándose la vida. Cientos de artículos, entrevistas, conoció el lado más humano de tanta gente, personas muy distintas en sus formas de pensar y vivir. Y todos la apreciaron... Escribió seis libros, sacando tiempo de no se sabe dónde. Rompió en mil pedazos su propio molde, y el estigma de su generación. Incluso diría que pudo ser para algunos una elegante transgresora. Trabajó mucho, hasta los 78 años, si no me sale la cuenta mal.

–Todo eso ya lo sé, Pedro, ¿y qué más? ¿A qué tanto revuelo?

–Crio además nueve hijos, Señor. Nueve bocas, en las buenas y en las malas, que también me consta que las tuvo. Luchó mucho por ellos, mucho. Cocinó toneladas y, por cierto, muy bien por lo que me cuentan. Ya le pediremos que nos prepare algo. Fue la mayor de catorce hermanos. Catorce, oiga. Vio nacer a trece nietos. Y además, aunque pocos se lo reconozcan, soportó a sus espaldas a unos veinte mil socios, que disfrutaron muchos domingos a costa de su soledad y fortaleza. Ya sabe, la cara oculta de la felicidad, que ahí abajo tantas veces no se ve.

–Eso te crees tú, Pedro. Sí se ve, aunque las personas son libres, recuerda. Pero bueno, ¿hay algo más?

–Esta niña soñó siempre, y vivió muchas cosas. Fue en un tiempo muy feliz, pero también sufrió mucho, y tantas veces... Si me lo permite, creo que le pusimos demasiada mochila a cargar, Señor. Aunque siempre tuvo fe, siempre nos habló, consultó y quiso. Nunca nos dio la espalda. Diría que quiso ser como una roca, o al menos luchó para parecerse a ellas, a la Peñona de Estaño, que tanto le gustaba. Muchas veces, para no agobiar o molestar a sus seres queridos, fingió ser como ella, con mucho dolor. Y las personas no son rocas, Señor, usted lo sabe. Son más frágiles. Ni siquiera cuando le enviamos esa enfermedad que tanto la hizo sufrir, ni ahí desfalleció. Me han contado que, en sus últimos esfuerzos, hasta guiñó un ojo a sus hijos. Esta niña dio mucho más de lo que recibió. No exagero, Señor. Diría que lo dio todo...

–Tienes razón, Pedro. Como casi siempre. Para eso te puse ahí. Ábrele, anda, no la hagas esperar.

Así fue como esa niña, con su melena negra y rizada, su faldita de La Asunción, las medias bajadas y su enorme sonrisa, entró tímidamente en su nueva casa, los ojos bien abiertos, mirando con curiosidad hacia todas partes, sin soltar su cuaderno y su lápiz.

–Hola, Cuquita. Supongo que sabes quién soy. Yo, de ti, ya lo sé todo. Pasa. ¿Quieres merendar?... Aunque supongo que antes, como siempre, querrás hacerme un montón de preguntas... Venga, tenemos todo el tiempo ya, dispara...

Y entonces Cuquita, sintiendo su mano en su hombro, sonrió, se sentó cruzando sus piernas, se mordió el labio, abrió su cuaderno azul, desenfundó su lápiz y, mirándole fijamente a los ojos, agradecida y alegre, comenzó a disparar. Comenzó la entrevista con la que siempre soñó.

Gracias por todo, mami, te queremos. Descansa en paz.

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