Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Así que iré directo al grano: transcurridas apenas las tres primeras semanas de este 2021, en el que irracionalmente -reconozcan conmigo que fue así- habíamos depositado tantas y tantas esperanzas, mi gozo se ha ido ya al más profundo de los pozos. Y tengo serias dudas de que en el medio centenar de semanas que tenemos aún por delante hasta saludar al 2022, nada ni nadie pueda sacarlo de ahí abajo.

A ver por qué diantres el mero hecho de arrancarle la última hoja al calendario y arrojarla a la basura, iba a cambiar en lo más mínimo la suerte a la que estamos condenados. Sí: condenados. No hace falta más que leer a diario las noticias sobre este maldito virus o encender la televisión.

Llega un momento así en el que los eufemismos pueden resultar muy lucidos para la prosa novelesca, pero lo que usted y yo nos merecemos es que al menos se nos reconozca que lo que seguimos teniendo ante nosotros es un ocho mil que escalar sin oxígeno y no que, parafraseando al gran Don Simón -Fernando-, estamos ante un plácido paseo de uno o dos kilómetros a lo sumo, bajo un cálido sol que acariciará nuestras mejillas como una madre lo hace con sus hijos.

Cuando el principal agente causante de este absoluto pandemonio en el que se ha convertido nuestro mundo, parece gozar de más salud si cabe de la que ya disfrutaba en el 2020 a costa de la nuestra, y cuando a pesar del esfuerzo sobrehumano de eso sanitarios en primera línea de fuego, nuestros políticos no sólo no aprenden de los errores, sino que siguen tomando decisiones a salto de mata, ¿qué motivos habría para el optimismo? Al virus hay tanta probabilidad de derrotarle escribiendo un tuit como bailando el twist.

Porque con semejante tropa al frente de esta guerra, en la que ahora nos presentan a la vacuna como si de la bomba H se tratara para derrotar al enemigo, no se extrañen ustedes de que a la hora de ofrecer las estadísticas de fallecidos, alguno de esos grandes estadistas filósofos de la política que ahora tanto proliferan, pudiera alardear de que cada vez es menor el porcentaje de fallecidos entre las personas ancianas. Ya. Es que por desgracia al paso que vamos y teniendo en cuenta que todavía no se ha dado el milagro de que ninguno de los pocos niños que vienen al mundo, nazca ya crecidito y en edad de jubilación, por aritmética pura y sobre todo dura, cada vez serán menos las personas que puedan pasar a engrosar tan luctuosas listas.

¿Se me ha notado mucho el que estoy hasta la coronilla de todo este monotema coronario? Pues eso.