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Javier Gómez Cuesta

La dignidad y la belleza de la vida cristiana

Un párroco que deja huella en Gijón

Los cristianos practicantes habrán oído más de una vez, sobre todo en los años postconciliares, que la liturgia es la cumbre y la fuente de la vida cristiana. Así la define la constitución del Concilio Vaticano II. Don Silverio, en sus cincuenta años en la parroquia de la Resurrección de Gijón, lo practicó en esa viva comunidad que él fundó y a la que acompañó hasta los últimos momentos de su vida. Y que plasmó, asesorando al arquitecto Díez Faixat, en un templo parroquial que es una magnifica muestra del arte moderno por lo simbólico de su concepción y hechura, y el precioso jardín, apto para la contemplación y la reflexión, en el que está enclavado.

D. Silverio, un langreano nacido en Ciaño, ayer hizo precisamente 81 años, el 22 de marzo de 1940, “dies natalis” para el mundo y para el cielo; hermano de otro sacerdote, D. Senén, que ha fallecido hace un mes, era una persona de recia personalidad, labrada con exquisitez y principios, culto, de temperamento afable y dialogante, muy sensible a la bondad y la belleza, vocacionado para la liturgia y seducido por la misión pastoral que le hizo volcarse en su comunidad con una entrega y fidelidad esponsal. Ante dos propuestas –al menos– de cambio, prefirió seguir con su labor en la feligresía que engendró, que ha tenido mucho de personal, de amor propio, de constancia y de singular; donde no se va a corriendo a misa, sino a celebrar y vivir pausadamente el misterio cristiano. Porque la liturgia es antes que nada iniciativa y presencia de Dios, que nos convoca. Y eso es muy importante. La parroquia de la Resurrección lleva marca, más que de ceremonias de esplendor romano, de expresión y simbología francesa, como en Saint Séverin de París, y de pertenencia a una comunidad comprometida y solidaria con el barrio.

Inició sus estudios en el Seminario de Oviedo al finalizar el bachiller, siendo del grupo de vocaciones tardías, y cursó la Sagrada Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca; que le dejó la huella profesoral y didáctica que manifestaba tanto en sus homilías, como sus en clases en el Seminario y en el instituto Jovellanos, pronunciadas e impartidas con sabiduría y originalidad. Recibió la ordenación sacerdotal en la parroquia de Santiago de Sama, el 1 de agosto de 1965. Han sido cincuenta y cinco años de sacerdocio entregados a la Iglesia todos en la ciudad de Gijón, de la que sabía como nadie su última historia, porque de todo siempre tomaba apuntes y notas.

Comenzó su andadura en la parroquia de San Lorenzo de Gijón en el otoño de 1966, con el párroco Manuel Alvares Menéndez –hombre simpático, de amplias amistades y relaciones, avispado y sagaz, de antigua a oratoria sagrada–. Allí, realizó la reforma litúrgica del templo, labor que el párroco le encomendó en el período de las vacaciones que él pasaba en la montaña asturleonesa. Presentía las críticas de los amantes de lo de siempre, para los que puede siempre mucho más lo “vetera” que lo “nova”. Algo frecuente en el mundo eclesiástico cuando Jesús fue un innovador. Se armó lío, pero el templo quedó esplendido. Zapico no era ningún manazas; tenía buen sentido de lo estético y del arte religioso. Cuando Don Manuel volvió de la montaña, encontró San Lorenzo transformado y a su Silverio –le quería mucho y encomiaba su valía– amenazado de ser asado en la parrilla.

En el año 1970, en pleno boom de crecimiento de la población de Gijón y de la génesis de varios nuevos barrios, D. Gabino Díaz Merchán decide crear nuevas parroquias, una de ellas en Laviada, donde estuvo la empresa de vidrio y loza que le dio nombre. En unos bajos sin luces comenzó la historia de esta parroquia, que de un pequeño embrión es hoy una Iglesia Cuerpo de Cristo, que experimenta la presencia divina en sus celebraciones, alaba al Señor con alegría, siente la fuerza del Resucitado reflejada en la inspirada imagen, obra de Luis García Muñiz, también iluminado por él, que irradia luz y vida nueva, comunica esperanza y que impulsa a la comunidad a mostrarse caritativa, defensora de la dignidad y los derechos humanos, solidaria con todos los necesitados y ecuménica en su espíritu religioso. Silverio lleva años como delegado de ecumenismo, y como cura conciliar está tocado con esa preocupación de la unión de los cristianos que fue una de las que motivó el Concilio.

La pena es que Silverio no haya creado escuela. Pudo haber sido un maestro extraordinario en la realización práctica y parroquial de la reforma litúrgica del Vaticano II y no quedarse en superficialidades. Él asumió y trabajó en los cuatro ejes de la Constitución conciliar, que fue la primera del Vaticano II, tan esperada y necesitada: la importancia de la liturgia por ser la presencia salvífica de Dios en los signos sacramentales, iniciativa primero suya y que debe ser respuesta nuestra. Que es patrimonio del Pueblo de Dios en la que la asamblea debe recuperar su protagonismo. Donde la Palabra de Dios como su revelación, en la que nos dice qué espera de nosotros, debemos escucharla y conocerla como muy importante para nosotros. Y, para ser auténtica la celebración, es necesario enlazarla con la vida y situación de los hombres en los contenidos y en el lenguaje. Este ha sido el quehacer diario de D. Silverio. Cada celebración era preparada hasta los mínimos detalles en su lenguaje, en su expresión para que el pueblo pudiera sentir la experiencia de Dios y responderle desde el corazón.

En ese templo levantado con los esfuerzos de todos sus feligreses, sin ayudas de ninguna parte, donde se canta a pleno pulmón, como cantaba él, queda su testimonio, su entrega, su misión. En la celebración del cincuentenario tuvo la feliz idea de dejar la última palabra a un niño, Román, expresando en el pequeño el deseo de la continuidad. La historia vivida, con sus alegrías y sus penas, queda escrita en la Hoja Parroquial semanal “R”, que alcanzó 1.422 números hasta la fatídica pandemia. Él, como el Señor, puede decir desde su cruz glorificada de la mortal enfermedad: “Todo está cumplido”. Que el Espíritu ilumine al que la continúe. Será una gratificante misión.

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