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Nuevas epístolas a “Bilbo”

Suicidios

Sobre una problemática social de calado

No sé si te enteraste, “Bilbo”, de que en este país plural (como todos) que te tocó en suerte se contabilizan 3.600 suicidios al año, 10 personas cada día se autoaniquilan. Para que puedas comparar y te hagas una idea cabal de la magnitud de la masacre silenciosa, durante 2019 murieron 1.098 personas (frente a las 3.600 suicidas) a causa de accidentes de tráfico. Recito estadísticas a sabiendas de que a ti te la sopla. Mejor cuento la breve historia de un encuentro real como la vida misma.

El otro día, viniendo del cajero a casa, me crucé en la avenida de la Constitución con Manolo, un paisano algo mayor que yo. Cada vez que me cruzo con Manolo, le saludo con un “adiós, alcalde de barrio”, porque siempre anda, ojo avizor, en disposición escrutadora ante cualquier novedad o cotidianidad que suceda por los perímetros de El Llano. Ese día, por primera vez, noté sombras tristes por encima de su ajada mascarilla. Me paré a la distancia reglamentaria, aunque un impulso raro me empujaba a rozarle el codo con los dedos en señal de camaradería. Casi de inmediato me espetó que estaba pensándose ingresar en una residencia. Puse cara de extrañeza al tiempo que le preguntaba si iba bien de salud. Como un roble, ya me ves, dijo. ¿Entonces?, inquirí de nuevo. Torció la cabeza a un lado y al otro como si quisiera ahuyentar las tinieblas que envolvían su mirada. En realidad, lo que ansiaba, balbució, era regresar al pueblo donde tenía casa, con cuadra y corral, perfectamente habitable con mínimos arreglos que él mismo acometería sin problemas. Ya sus dos hijos le habían advertido, añadió, que ni se le ocurriera, que qué iba a hacer allí solo. ¿Solo?, repitió él, al tiempo que soltaba una risa aterradora. Una risotada que rimaba en consonante, cual tosco pareado, con el sombrajo tristón de sus ojos. Le pregunté que si tenía móvil. Primero me contestó que no, que no aguantaría más estafas telefónicas. Insistí en la conveniencia de mantenerse conectado con el mundo por si aparecían dificultades. Metió la mano en el bolsillo de la pelliza y sacó a la vista un pequeño y antiguo modelo de teléfono celular. Eso está bien, atiné a farfullar. A lo que me respondió que qué conexión con el mundo ni qué hostias, si el aparato no suena nunca, si nadie me llama.

Manolo quería seguir conversando, pero me entró una prisa inesperada y allí lo dejé, en medio de la acera, con la palabra en la boca, la mascarilla sucia, los ojos tenebregosos, la carcajada descompuesta. No me atreví a decirle que adoptara un antídoto contra la soledad suicida. Uno como tú.

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