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Nuevas epístolas a “Bilbo”

El pitbull y el gorrión

Escenas en la parcela de Peritos

Dicen en casa que tu comportamiento para conmigo es diferente al que despliegas con los demás convivientes. Dicen que parezco tu protegido y no tu protector. Dicen los de casa que me tomas por el pito de un sereno, que no me obedeces, que eres tú quien me lleva de paseo a la carrera, que solo me quieres para jugar, suministrarte la manduca y rascarte la barriga, que me dominas a tu antojo. Dicen que en la escala jerárquica de la célula familiar te atribuyes el cuarto lugar, mientras me asignas a mí el quinto, el último mono de la manada, cuando debería, por edad, dignidad y gobierno, corresponderme la prelatura.

Su coincidente percepción la sustentan, sobre todo, en un hecho que se repite a menudo: Cuando te saca cualquiera de ellos, te pliegas, sumiso, a sus instrucciones. Ahora, el collar, ahora el arnés, ahora la correa… Si soy yo quien te requiere para salir a la calle, lo primero que haces es salir a la terraza y pegar cuatro ladridos sin venir a cuento. Lo que significa, según ellos, que con esa maniobra adviertes a los transeúntes callejeros que sales conmigo y que ni me toquen, que ni se les ocurra incomodarme, sean perros o pájaros, bicis, motos, patinetes o vecinos. Eso significa, según ellos, que me consideras débil, indefenso, que te eriges, por tu cuenta y riesgo, en mi protector. Eso dicen.

Al hilo de dimes y diretes, se me viene a la cabeza una historia enternecedora que desconoces porque vas a tu bola y no te enteras de lo que transcurre en tu entorno. A “Kimbo”, ese congénere tuyo con quien compartes de vez en cuando peloteos en el césped de la parcela de Peritos, perteneciente a una raza potencialmente peligrosa, le espera cada mañana, a la puerta de su casa, un insignificante pardal que le acompaña durante los paseos hasta regresar al portal de su vivienda. Si “Kimbo” se aposenta con su dueño en la terraza del Alambique, por allí anda revoloteando el pardal sin que “Kimbo” le quite ojo ni el pardal abandone el lugar. Si otro pájaro osa disputar a nuestro pardal alguna migaja de las que caen de las mesas, se yergue un “Kimbo” amenazante contra el intruso que compite con su amigo. Eso sucede un día y otro, haga frío o calor. Se supone que así acontecerá hasta que perro y gorrión (ambos “hijos del oxígeno”, que diría el poeta Argüelles) sucumban.

Si me preguntas, “Bilbo”, por qué te cuento las correrías insulsas del gorrión vulgar y del perro potencialmente peligroso y por qué las mezclo con tu desconcertante voluntad, no sabría contestarte. No reparto moralejas.

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