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María Domínguez

Perfectamente imperfecta

Sobre la importancia de asumir que no se puede ser una madre de 10, pero sí la mejor para los hijos

Pues mira no, no hay colacao. Se terminó ayer y no bajé a comprar. Si los recipientes se tirasen en el preciso instante en que se agota su contenido, no pasarían estas cosas. Hay algo aún peor, no queda papel higiénico. Desde hace días, en un rincón del salón, un calcetín solitario reclama pareja. Definitivamente, éste se queda soltero porque yo no pienso buscársela. El baúl de los juguetes acumula tantos trastos que ha comenzado a ceder. No quiero meter ahí la cabeza no siendo que me encuentre a la hija de Romina y Al Bano.

Siguiendo la tradición familiar, llevo cerca de cuarenta años con la misma rutina mañanera. Me levanto, ventilo, desayuno y a continuación me pongo a hacer las camas como si me fuera la vida en ello. No queda una arruga ni en la bajera. Es una de las cosas que mi madre me enseñó a realizar de manera pluscuamperfecta. Siempre creí que no podría acostarme en una cama deshecha y, anoche, descubrí que llevaba años equivocada. ¡Vamos que si dormí! Más a gusto que un lirón en periodo de hibernación.

El miércoles de la pasada semana, mi hijo pequeño se quedó sin su frutita del recreo. Mami no se la metió en la mochila porque al limpiar la entrada, sin darme cuenta, la cambié de sitio y eso me despistó. Debió pasar algo de fame porque al día siguiente metió él un plátano antes de que yo lo hiciera. No sé si será por el tema de la factura de la luz o porque al fin saqué la ropa de verano, pero el caso es que tengo sobre la tabla de la plancha más prendas que Isabel Preysler en su armario. Aún no sé cómo han ido a parar todas allí, pero me empiezan a dar lástima. Me miran arrugadas suplicando un golpe de vapor para recuperar su forma. A ver si el precio de la electricidad baja un pelín y les concedo ese placer, que muero de ganas por pasar una tarde entera planchando.

El viernes me llamó una “amiga” a la que hacía mucho tiempo que no veía para ir a tomar un café y ponernos al día. Le dije que mi familia se había marchado el fin de semana al pueblo porque yo necesitaba estar sola para escribir, pasear, dormir, pero ante todo, para cerrar un curso escolar complicado y terminar las gestiones pendientes del colegio. Mientras se lo contaba, me miraba perpleja cuestionando mi fortaleza.

–María, ¿pero tan agobiada estás? Es que nunca podría separarme de mis hijos ni un solo día. ¿No te sientes mala madre? Por un momento, ella sí me lo hizo sentir.

Si por casualidad hoy me está leyendo (que no creo, porque es más de Telecinco que de cultura periodística) le diré que no me siento mala madre porque no puedo sentir algo que no es real. Puede que en mi casa se haya terminado el colacao y el papel higiénico, pero desayunamos yogures y nos limpiamos con el rollo de cocina. Si el salón está desordenado, señal de que hemos jugado encima del sofá sin calcetines, de ahí que uno llevara días en aquel rincón. Si hay mucha ropa sin planchar, es porque tengo la suerte de poder comprarla y si mi hijo no llevó fruta para el recreo el miércoles, le sirvió para hacerse responsable de lo suyo el jueves. Duermo igual de bien en una cama deshecha y me encanta tropezar con los juguetes por los pasillos, si están allí es porque antes se han disfrutado. No me siento mala madre por pedirles un tiempo de soledad y descanso. Soy perfectamente imperfecta y me quieren así. Por cierto, recordarle a mi “amiga” que yo al menos, nunca dejo escapar las vitaminas del zumo de naranja.

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