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Nuevas epístolas a “Bilbo”

El mundo y Maritere

La nostalgia del envejecimiento

Te diré algo, perro. Al envejecer, lo humanoides nos volvemos nostálgicos. Es curioso, un tanto paradójico. Al tiempo que las facultades de la memoria flaquean, nos asaltan vívidos recuerdos de la infancia como envueltos en una neblina melancólica. Te iré contando a medida que me ronden la cabeza. Dos muestras.

Primera. La tarde era ardiente, pero los titos andaban verdes. Los titos y los garbanzos de las plantaciones próximas a la era donde jugábamos al balón mostraban su frescura, incitaban, provocaban; la boca se nos hacía agua; el cansancio nos doblegaba, la extenuación nos derrotaba. Decidimos, sin que mediara proposición o plan, invadir los cultivos, saciar el hambre, compensar los esfuerzos. Tirados en el suelo, sudorosos, apretábamos las vainas que cubrían, ocultaban el preciado frescor de titos y garbanzos, aún inmaduros, sin distingos, sin contemplaciones, a las bravas, conscientes de mal obrar, del pecado, incapaces de desatender la tentación. Sentíamos fatiga y hambre de matar el hambre y tedio y poquedad. Acaparábamos, aunque niños, una tristeza frecuente que se difundía por el pueblo, que, sin asemejarse a la del mendigo que se te adhiere con la mirada, se identificaba con esa niebla persistente, pegajosa que calaba hasta los huesos; una desilusión vaporosa, como de un plañir callado, interior, obediente, sumiso. Y en esas apareció el Mudo esgrimiendo una vara amenazante, con todo el derecho porque a él pertenecían titales y garbanzales. Bien que lo sabíamos al escapar a toda leche de aquel manantial refrescante. Solo correr sin mirar atrás, donde resonaban onomatopeyas de miedo emitidas por el Mudo, propietario de un silencio melancólico, misterioso, recóndito, casi aterrador.

Segunda. Sumaba la matrícula de cada coche que pasaba de ciento en viento: 6+5+4+3+2 dan 20. Le pisé un pie. Maritere dijo ¡ay! Eso significaba que me quería. Corrimos los jovenzuelos cuesta abajo, mientras las niñas protestaban por los pisotones y nos perseguían, en paralelo, por la orilla de la carretera; pero nadie me quitaba de la cabeza que Maritere me quería porque dijo ¡ay! cuando los números de la matrícula de aquel coche sumaron 20 y le pisé un pie. En la casa aledaña al Alto de la Iglesia, el límite exacto entre el Barrio de Arriba y el Barrio de Abajo, que acabábamos de abandonar a todo correr, la niña Ester se estaba muriendo. Los guajes nos juntamos con las guajas en los soportales y el patio de la escuela. Maritere se acercó furiosa y me estampó un beso en los labios. “De parte de Ester”, me soltó con aires de venganza, trenzas negras volanderas, hoyuelos adorables en las mejillas, gestos de chincha, rechincha y jeríngate. “De parte de Ester, de su párvula boca moribunda”.

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