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Sariego

Nuevas epístolas a “Bilbo”

José Manuel Sariego

Otro cuento de Navidad

Relato de inspiración dickensiana

Hace más de siglo y medio que se confabularon en un cuento Dickens y la Navidad. Con doce años, el escritor inglés trabajó en una apestosa fábrica de betún, hecho que inspiró, “Bilbo”, este otro cuento decembrino.

Siempre le dio pereza lustrar los zapatos. Eso y cortarse las uñas de los pies. Envases de betunes medio mohosos de distintos colores compartían anaquel con otros recipientes de cremas y mejunjes variopintos. Se hizo la pedicura una sola vez, la víspera del día de su boda, por aquello de que la hembra había de presentarse impoluta y acicalada ante el macho en el altar y en el lecho nupcial. Chapada a la antigua, Soledad se atuvo a las prescripciones dictadas de generación en generación. De nada le valió tanta docilidad acumulada, tanta resignación heredada. Él no se fijó nunca, nunca en las uñas de sus pies. Él no supo hacerle cosquillas en las plantas de los pies. Ni en los sobacos. Él no supo besar ni sin lengua ni con ella. Su lengua era lija. Sus labios, escarcha. Él no supo acariciarle los senos ni las caderas. Masuñó y masuñó. Él no supo reír a mandíbula batiente; le salían muecas raras, risitas de conejo agazapado. Él no supo componerle ritmos placenteros ni articularle espacios de ternura. Él no supo quererla ni queriendo.

Ahíta de una vida inane, empachada de desplantes, de frustración perenne, de agresiones continuas, Soledad concluyó, después de una pila de años de ruinosa sociedad conyugal, que aguantar no pagaba el tiro, que sufrir no merecía la pena, que la esperanza jugaba al escondite tras esquinas o matos domésticos, que se ocultaba por enésima vez en una lata de Servus. Al tiempo que un revoltijo de pensamientos funestos –y fríos, acerados– le barrenaba la cabeza, se palpó la nalga izquierda ensangrentada. Se arrastró hasta la cómoda. Abrió el segundo cajón donde guardaba bragas y sostenes. Sacó una cajita primorosa de Servus allí escondida desde el día en que recibió la primera bofetada de su varón rampante. La abrió. Cogió la píldora de cianuro que contenía y se la tragó. “A grandes males, grandes remedios”, fue lo último que pensó.

Cuando Él regresó de noche al hogar –“a mi nidito de amor”, cacareó el faltoso de mierda ante sus amigotes–, como si tal cosa, amnésico galopante, desmemoriado perdido, como si horas antes no hubiera esgrimido un destornillador, herido un muslo, vertido sangre, Soledad yacía muerta con una latita de Servus vacía en un puño. La redonda tapa de hojalata con dibujos multicolores, suelta, había rodado hasta guarecerse debajo de la cama matrimonial.

Aquella Nochebuena le quedó cara de mastuerzo, de pazguato, de cretino. A Él.

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