Me resultó muy interesante un coloquio sobre la situación geopolítica del mundo actual, provocado por la situación de la invasión rusa de Ucrania. Participaban Javier Ruipérez, Florentino Portero, Eduardo Serra y el embajador Jorge Dezcallar, que escribe muy acertadamente y con gran conocimiento sobre política internacional aquí en LA NUEVA ESPAÑA. Se inclinaban a reconocer con nostalgia la pérdida de hegemonía de EE UU y Occidente y la toma de posesión de China, agazapada en esta preocupante situación, pero respaldando a Putin en el asedio inhumano y contra todo derecho a la nación limítrofe que se defiende heroicamente. China será la ganadora, afirmaban. Estamos abocados a un cambio de ciclo. Y añadían esta reflexión: Si hubiera que firmar hoy la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, no sería igual, sería distinta. No es lo mismo el Occidente cristiano, que la China de Confucio o el mundo del Islam. El distinto sustrato religioso influiría sin duda en el reconocimiento y valoración de esos derechos humanos según su específica antropología.
Leyendo algo sobre China, esa misteriosa, dogmática, e impenetrable nación que nos inunda con sus almacenes en que se vende de todo, y recordando la frase que atribuyen a Napoleón “Cuando la China despierte, el mundo temblará”, me encontré con esta sentencia: “Pueden más mil quinientos años de confucionismo que cien de comunismo”.
Mirando a Europa y su decadencia, es evidente que la religión cristiana perdió mucho peso en la transformación, a todas luces burguesa, que viene dándose en la sociedad occidental en los últimos cincuenta años. Basta comparar el fuste y visión de los padres fundadores de aquella Comunidad Europea, hoy Unión Europea, y la de los políticos actuales, en la cimentación defensa de los valores con los que la crearon y fundamentaron. Ahora, con Europa en ascuas, parece que van aflorando de nuevo, sobre todo en la espontaneidad de los ciudadanos, que han sido capaces de asumir y amparar a tres millones, hasta ahora, de ucranianos exiliados. ¿No será verdad que una es la Europa de los ciudadanos y otra la de sus dirigentes y políticos?
En el Evangelio hay una parábola, la de la higuera sin higos. Se plantea el dilema de si cortarla, o si, con paciencia, cultivarla porque todavía puede volver a dar frutos. Sugerente para esta situación europea.