La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Macrino Fernández Riera

Estación de Gijón- Rosario de Acuña

Por un nombre para la infraestructura ferroviaria

El profesor Macrino Fernández Riera es uno de los impulsores de la propuesta para denominar Rosario de Acuña a la estación provisional de tren de Sanz Crespo y mantener ese tributo en la intermodal después, cuando esté construida en Moreda. La idea se enmarca en el plan del Gobierno de dar nombres de mujeres a infraestructuras ferroviarias. 

Hace escasas semanas, en los inicios del presente mes, la ministra de Transportes anunció que el Gobierno va a cambiar la denominación oficial de varias estaciones de la red ferroviaria para ponerles nombre de mujer. Pocos días después, en la plataforma Change.org, se puso en marcha una campaña con la finalidad de conseguir que la estación de ferrocarril de Gijón (la que ahora está en funcionamiento con carácter provisional y también la que, al fin, venga a remplazarla) pase a denominarse Estación de Gijón–Rosario de Acuña.

Como quiera que en este caso los cambios no afectarán a las direcciones postales de particulares y negocios, como quiera que no parece que vayan a ocasionar graves perjuicios a la ciudadanía, es previsible que el proyecto gubernamental no encuentre obstáculos insalvables y que, finalmente, salga adelante. En consecuencia, dando por hecho que habrá nombres de mujeres en las estaciones ferroviarias españolas, lo que se pretende es que la de Gijón sea una de ellas y que ostente el nombre de esta extraordinaria mujer, gijonesa por propia voluntad («casi desde mi niñez, fue mi sueño rosado vivir y morir en esta Asturias, a la que conozco palmo a palmo»), que en Gijón pasó la última etapa de su vida, que en su cementerio civil está enterrada. Convencido como estoy de que existen razones más que suficientes para cimentar con base sólida su candidatura, creo que mi contribución al éxito de la iniciativa ha de consistir en ponerlas de manifiesto, realizando un somero repaso a los hechos más significativos de su intensa biografía. Permítaseme que para ello utilice algunos de los textos que aparecen en la página a ella dedicada que mantengo abierta en Internet desde ya hace unos cuantos años (Rosario de Acuña y Villanueva. Vida y obra).

Aunque nacida en confortable cuna, no tuvo el tipo de educación que recibían las niñas de su entorno social: una dolorosa enfermedad ocular –que le diagnosticaron cuando apenas tenía cuatro años– cambió los planes de sus progenitores, que debieron de hacerse cargo de su formación. Aprendió a aprender desde muy joven, consultando libros y observando con detenimiento todo cuanto la rodeaba, ya fueran los fenómenos de la naturaleza o el comportamiento de sus semejantes. De sus concienzudos estudios, de sus razonadas reflexiones, surgieron artículos y conferencias sobre temas muy diversos: de avicultura, de higiene, de la relación entre locura y crimen, de la tuberculosis y de las medidas a tomar para evitar su propagación, de la marginación de la mujer o de las industrias rurales.

Ya desde muy joven muestra inquietudes literarias que la llevaron a publicar sus primeros poemas apenas iniciada la veintena. Cinco años después estrena Rienzi el tribuno, su primera obra dramática, que obtiene el aplauso del público, la aprobación de la crítica y los parabienes de renombrados escritores del momento, abriéndole de par en par la puerta hacia una prometedora carrera como poeta y dramaturga. Ese mismo año se casa con un oficial del ejército y juntos inician una nueva etapa en Zaragoza, donde había sido destinado.

Poco tiempo después todo parece cambiar: su matrimonio se resquebraja y la joven escritora decide alejarse de la ciudad, a la que cree fuente de vanidades, envidias y fruslerías. Se instala en una quinta campestre situada en una pequeña población al sur de Madrid, más cercana al cielo y a la tierra, y allí medita, estudia, escribe. La repentina y prematura muerte de su padre abre para ella un tiempo de hondas meditaciones, de sosegado disfrute de las bondades de la naturaleza cultivada en la que vive, de expediciones a caballo recorriendo durante meses la geografía patria, de lecturas, reflexiones... Por entonces se convierte en la primera mujer que ocupa la tribuna del ateneo madrileño, por entonces escribe entusiasmados artículos en los que hace copartícipes a sus lectoras de las bondades de la vida en el campo.

Tras meses de pensares y repensares, parece tener claro que aquella sociedad está enferma, que su querida España está atenazada por la incultura, la hipocresía y las supersticiones, dominada por el oscurantismo clerical. Es preciso hacer algo para cambiarla y las mujeres pueden jugar un papel decisivo en la necesaria regeneración patria. Decide dar un paso al frente y convertirse en una infatigable luchadora en pro de la libertad de conciencia. Como librepensadora militante, colaborará en cuantas publicaciones comprometidas con la causa requirieran sus palabras, enviando escritos a cuantas asociaciones estuvieran empeñadas en romper el monopolio de la verdad institucionalizada, participando en cuantos actos se organizaran para reclamar la entrada de luz, más luz, y aire renovado en el solar patrio. El padre Juan, su cuarto estreno teatral, es buena muestra del nuevo papel que ha asumido. Constituye un canto al librepensamiento, a la libertad de conciencia, que irrita a las autoridades, tanto que la primera representación se convierte también en la última: el gobernador civil de Madrid, cediendo a las presiones recibidas, prohíbe que la obra continúe en cartel.

Casi sin haberse recuperado del quebranto económico que para su exigua economía supuso la suspensión gubernativa (había asumido el coste de aquel proyecto al no encontrar a nadie dispuesto a asumir el riesgo de estrenar tan polémica obra), unas fiebres palúdicas la pusieron al borde de la muerte. Tras varios meses de auténtica agonía, decide poner rumbo hacia las salutíferas proximidades del mar, instalándose en una pequeña localidad de Cantabria, en donde pondrá en marcha una modesta industria avícola con la que intentará complementar la exigua pensión de viudedad que por entonces recibe. Diseñó la instalación, la dotó de las últimas novedades mecánicas, compró lotes de las mejores razas ponedoras y se dedicó de lleno, en largas jornadas cada uno de los siete días de la semana, al cuidado de sus aves. Su concienzudo trabajo no tardó en obtener frutos: los productos de su granja comenzaron a contar con el favor del público; su labor como avicultora obtuvo al reconocimiento de los especialistas en la materia, también del jurado internacional que le concedió una Medalla de Plata en la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en 1902.

La última etapa de su vida, la que transcurre en Gijón desde 1909 hasta su muerte en 1923, se caracteriza por el decidido apoyo que dispensa a los más necesitados: los presos, las ninguneadas mujeres, los niños sin futuro, los pescadores abandonados a su suerte, los soldados que combaten en las trincheras africanas o europeas... Parece tener bien claro que, además de luchar contra el pensamiento único, es preciso echar una mano a quienes son víctimas de las injusticias. Por eso, a pesar de los años de lucha que ya lleva a cuestas y de los duros reveses soportados, aún habrá de enrolarse en nuevas refriegas, algunas cruentas, como la que provocó su precipitada huida a Portugal para evitar dar con sus huesos en la cárcel por un artículo en el cual arremetía, con duras palabras, contra unos estudiantes que a las puertas de la universidad madrileña habían agredido de palabra y obra a unas universitarias.

Allí en El Cervigón, en la casa del acantilado, los más necesitados tienen quien los apoye. No es de extrañar que el día de su entierro –al lado de republicanos, reformistas y masones– acudieran numerosas mujeres, sus compañeras, «pues toda mujer que trabaja y piensa lo es mía»; cientos de obreros, cuyos líderes se habían acercado hasta allí días antes, como cada Primero de Mayo, para manifestarle su admiración y respeto; multitud de gijoneses, integrantes del pueblo llano, del que vive –como ella ha vivido en los últimos años de su vida– del trabajo de sus manos, los cuales, agradecidos, transportaron a hombros su humilde féretro durante varios kilómetros hasta depositarlo en el cementerio civil.

Ciertamente, la suya fue una vida intensa y ejemplar, de incansable lucha contra la superstición y el oscurantismo, contra la marginación de la mujer, contra la opresión y las desigualdades, en la que alcanzó un protagonismo como pocas mujeres tuvieron en la España de la época. Dramaturga, feminista, montañera, poeta, regeneracionista, librepensadora, avicultora, articulista, productora teatral, republicana, melómana, publicista... Hubo quien la situó «en la vanguardia de la lucha social y en la línea de la unidad de los trabajadores» o quien afirmó que «representa una gloria nacional como pensadora y una creadora de valores nuevos para la mujer española».

Quizás lo dicho hasta aquí baste para apoyar esta iniciativa. En ese caso el procedimiento resulta sencillo: si unimos en un buscador de Internet «change.org» y «Rosario de Acuña» se abrirá el espacio habilitado para firmar. Muchas gracias. De todas formas y como quiera que por mí no va a quedar, me complace anunciar, tanto a quienes ya lo tienen claro y se han unido a la campaña como a quienes aún no, que tendrán ocasión de conocerla mejor pues, en estas mismas páginas y hasta que se cumpla el centenario de su muerte (mayo de 2023), cada quince días –lunes alternos– les iré mostrando algunos de los aspectos más significativos de la trayectoria vital de esta ilustre gijonesa.

Compartir el artículo

stats