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Sariego

Nuevas epístolas a “Bilbo”

José Manuel Sariego

El camarero que llora

Predicadores del optimismo

A pesar de los pesares, existen predicadores del optimismo. Teóricos que defienden lo que llaman sociedades abiertas como modelos de desarrollo. Sostienen que el progreso de las llamadas sociedades abiertas (así las denominan para evitar el término “capitalistas”, un tanto desgastado) entra en declive cuando el sentido tribal se impone al mercantil y se repliegan sobre sí mismas. La antigua Mesopotamia, la Grecia clásica o los imperios romano, mongol y español aparecen en sus tesis como modelos ilustrativos de tal axioma. Dicen que los mortales del siglo XXI disfrutamos de los avances sanitarios, tecnológicos y científicos de los últimos 200 años y eso nos permite vivir más, reducir la pobreza y ampliar el acceso a la educación y el bienestar a capas cada vez más amplias de la sociedad. El mundo es enormemente desigual, desde luego, pero los pensadores optimistas ven síntomas de progreso por todas partes. Reconocen que esa economía dinámica es culpable del expolio de los recursos del planeta, pero que no podemos parar el desarrollo, dicen.

Eso sí, seguir creciendo requiere una transformación hacia una costosa tecnología verde que no será fácil, dicen. No estoy seguro, “Bilbo”, de la validez de esa prédica de los optimistas irredentos dedicados a resaltar las bondades de un progreso que ha sido posible gracias a un sistema abierto a los cambios, a la innovación y al libre mercado. En suma, merced al capitalismo. En último caso –reconocen con sarcasmo–, la búsqueda de beneficios que mueve al sistema es algo vulgar. A los intelectuales idealistas les reprochan ese empeño voluntarista e improductivo de crear un ilusorio mundo mejor. No estoy seguro, “Bilbo”, aunque reconozco que ciertos razonamientos de los nuevos pensadores optimistas parecen estimables.

“Me desviví por este negocio como si fuera mío”. La expresión pertenece al camarero que llora. Un tipo grandón, con vestimenta de faena, que llora a las puertas del bar cercano a nuestra casa. “Me desviví por este negocio como si fuera mío”. Al camarero que llora le resbalan lágrimas de verdad por las mejillas. Al camarero que llora le entrecorta la voz un hipo de verdad. “Me desviví por este negocio como si fuera mío”. El dueño del bar escucha, cabizbajo, al camarero que llora. No se atreve a mirarlo. Aspira una calada del pitillo que sostiene entre los dedos de la mano derecha. Tira la colilla al suelo y la pisa con el zapato izquierdo sin levantar la mirada hacia el camarero que llora frente a él a las puertas del bar: “Me desviví por este negocio como si fuera mío”.

Te cuento tal cual la escena que acabo de contemplar de camino hacia aquí. No me exijas optimismo, “Bilbo”.

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