La Nueva España

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Macrino Fernández Riera

A caballo por León, Asturias y Galicia

El gusto por los viajes llevó a Rosario de Acuña a recorrer el Norte de España en 1887 tomando notas para un libro

Los campesinos alzan la vista de la tierra que cultivan para contemplar aquella insólita imagen: una mujer vestida completamente de negro se aproxima a la aldea a lomos de una montura blanca. La estampa, ciertamente, no resulta nada habitual. Ella misma nos da cuenta de la sorpresa que suele provocar su llegada a los pueblos que se encuentra en el camino: los aldeanos «se paran atónitos sin explicarse el cómo me sostengo sobre mi silla inglesa, a la respetable altura de mi noble yegua: « ¡Milagro, milagro!», he oído decir a algunas mujeres de estos infelices».

Tiene treinta y pocos años de edad, vive a las afueras de una pequeña localidad al sur de Madrid, en una casa de campo que pretende ser autosuficiente con la ayuda, en calidad de sirvientes, de un matrimonio manchego, a quienes, gracias al pequeño capital que por entonces poseía, puede pagar espléndidamente… Han cambiado muchas cosas en su vida, pero al menos hay una que no ha variado: su gusto por los viajes. Y cada año, cuando el sol de mayo comienza a calentar las tierras, parte a lomos de una dócil montura, con escaso equipaje en la grupa y acompañada en las primeras expediciones por su «fiel criado» Gabriel, y más tarde por «un amigo abnegado y también respetuoso». Durante varios meses cabalgan por las tierras de España en largas jornadas en las que recorren varias decenas de kilómetros y que finalizan con un merecido descanso, bien en una pensión, bien al resguardo de sus tiendas de campaña.

De esas expediciones contamos con alguna referencia escrita, pero de la que realiza en 1887 por las tierras del Norte disponemos de una información más completa, pues tiene pensado escribir un libro «sacando a la luz a los hijos del pueblo de las montañas y las costas», razón por la cual toma notas de sus andanzas. Da comienzo en León, donde ya se encontraban a principios de junio. Lo más probable es que Gabriel, Rosario de Acuña y su yegua Chiquita llegaran en ferrocarril. Permanecieron en la capital leonesa los días necesarios para comprar vituallas y una yegua para el acompañante. De allí parten hacia Pola de Gordón donde pasarán dos noches. La siguiente parada de la cual tenemos noticia es ya en tierras asturianas, en Trubia. De las cinco jornadas que pasó en esta localidad «donde la mohosa, inhábil y torpe máquina del Estado tiene sentado uno de sus reales», dejó cumplida noticia en el artículo titulado «Restos del feudalismo», en el cual denuncia el férreo control al que están sometidos los obreros de la fábrica de armas: «Bajo la planta de esta aristocracia, encarnada en el Ejército bajo el nombre de Artillería, como la crisálida en el interior de su capullo, gime Trubia, con su población numerosa que no puede moverse, ni hablar, ni sentir, ¡ni siquiera pensar!, sin el permiso tácito de sus señores...»

A finales de julio se encuentra en Luarca, donde ya han preparado un recibimiento a la altura de la ilustre visitante, tanto quienes se consideran sus correligionarios, como los que la tienen por una atea y enemiga de la religión católica. Los primeros organizan una velada en el casino, cuyos salones resultan insuficientes para dar cabida a las numerosas personas que acuden a escucharla. «Los centinelas valdesanos», por su parte, le envían un escrito con amenazas de muerte «si no cesa en su propaganda de hereje». La destinataria se limitó a entregar el anónimo a sus amigos de la localidad «en demostración del desprecio que esas cosas le merecen»; tal parece que para ella aquel suceso no era sino un lance más en su campaña por la libertad de conciencia. Cuando tras varios días de estancia abandona la villa, reafirma en un escrito su voluntad de seguir luchando: «En cuanto a mí, no temáis: cambiaré sí, ¡quién no cambia! […], pero cambiaré, ¡avanzando!, ¡retrocediendo nunca! …»

Retrato ecuestre de Rosario de Acuña.

Tras Luarca viene La Coruña, ya en los inicios de septiembre. En la capital gallega residirá unos quince días, tiempo que aprovechará para recorrer las villas y pueblos de los alrededores, algunos de los cuales celebran por entonces sus fiestas patronales. Tal es el caso de Arteijo (Arteixo), que el 16 de septiembre celebra la romería de Santa Eufemia con una concurrida ceremonia: las almas piadosas conducen a varios «endemoniados» ante la imagen de la santa y una vez allí los conjuran para que arrojen el enemigo que llevan dentro. No puede más, sólo es capaz de aguantar el ritual practicado con dos de los siete «poseídos». « ¿A quién hay que suplicar? ¿A quién hay que acudir, si es preciso con la rodilla en tierra y las manos cruzadas, para que cesen espectáculos como el de Arteijo...?» Horrorizada por aquella funesta función, realizada en nombre de la fe, llama a la lucha contra la superstición a cuantos racionalistas quieran unirse contra aquel mal nefando: « ¡llamaros como queráis!, o “cristianos”, o “espiritistas”, o “ateos”, pero reconoceos por “hombres racionales” y luchad».

No lejos del lugar se encuentra el santuario de Santa María de Pastoriza, todo un contrapunto: «Arteijo es el catolicismo bárbaro del siglo X; Pastoriza el catolicismo ilustrado del siglo XIX». Es el «santuario bonito» de Galicia, al que cada año acuden miles de campesinos que quedan deslumbrados por los sahumerios, el lustre y los dorados. Ellos integran la larga nómina de donantes que mantiene en pie la eficiente estructura mercantilista de la religión del Estado.

Tras unos días en Vigo, donde los librepensadores del lugar le preparan un gran recibimiento, ponen rumbo a Ribadavia. De camino, paran en Villasobroso, en el concejo de Mondariz, y visitan su castillo, en ruinas por entonces. Contempla aquellas piedras mohosas con ojos críticos, anhelantes del profundo cambio, de la necesaria regeneración, que precisa su querida España: «El aspecto general de estas ruinas es la imagen del general aspecto de las clases privilegiadas en la época presente: por fuera aún están derechitas; desde lejos parecen algo [...] Pero así que se mira adentro, están como los torreones de sus castillos, llenas de maleza y de escombros».

Han pasado algunas semanas ya desde que describiera con crudeza las dos caras del catolicismo español, desde que denunciara el mercantilismo clerical y la alimentada superstición en que se apoya. Ese crítico artículo sobre los «endemoniados» y sobre Pastoriza, publicado en Las Dominicales, debió de provocar tal irritación en las estructuras caciquiles de la tierra, que cuesta trabajo no compartir su sospecha de que ahí se encuentra el origen de la persecución que padeció tiempo después. A la salida de Orense y en el camino que conduce a Tribes, Rosario y Gabriel se percatan de que son seguidos por un jinete. Al llegar a la posada más próxima, el desconocido interrogó hábilmente al criado; a la mañana siguiente se unió a la expedición mostrándose como un conversador amable y cortés; antes de llegar a Castro Caldelas se despidió. Intrigada por aquel extraño suceso, la viajera preguntó por el individuo a lo largo del camino, dando las señas más precisas. Algunos le dicen que lo han visto y que no es de la zona.

Pensando que la presencia de aquel hombre bien pudiera formar parte de una trama contra ella, se dirige al puesto de la Guardia Civil de Tribes. Un amable oficial decidió que al día siguiente una pareja de guardias escoltaría a los dos viajeros. El comportamiento de los acompañantes le hizo desconfiar, más parecía que los custodiaban en vez de protegerlos. Una vez que llegaron a Barco de Valdeorras se confirmaron todas las sospechas. Al cabo de una hora se presenta en la habitación de la fonda en que se hospeda el juez de primera instancia acompañado de un escribano. Vienen a interrogarla, pues hay una denuncia contra ella. A medida que va dando respuesta a las preguntas, aumenta la confusión de sus interlocutores pues no es aquella la mujer a la que venían poco menos que a prender; no es aquella la temible conspiradora que les habían dicho, la repartidora de proclamas revolucionarias, la instigadora de tenebrosos planes de levantamientos sociales... Tal fue la consistencia de sus palabras, tal la disposición a aclarar cuantas dudas le fuesen planteadas, que el juez le pidió disculpas. Había sido mal informado, se habían equivocado. Le dijo que en su jurisdicción no tendría nada que temer; no obstante, no respondía de lo que pudiera ocurrirle en otros partidos judiciales.

En León, ya de vuelta, reflexiona sobre lo sucedido. Supone que el origen debía de estar en aquel artículo en el que, indignada, contaba a sus lectores todo lo que vio en Arteixo; admite que el lance pudo haber tenido consecuencias nada agradables para ella; consolida su fe en la verdad y su confianza en el porvenir: «Difamaciones, calumnias, vejaciones, […] que nos desgarren la existencia, pero no el ideal; que nos arranquen la vida, pero no la voluntad; que nos lleven a la muerte moral y física, pero no a la apostasía ni a la retractación». No; no cejará en su lucha en pro de la libertad de conciencia.

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