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Raúl Suevos

Sobre Bucha

Las atrocidades del ejército ruso en su invasión de Ucrania

Creíamos que según qué atrocidades no formaban parte de nuestro entorno cercano. Las últimas sacudidas del horror en Europa las habíamos visto en Bosnia, y luego en Kósovo. La masacre de las Torres gemelas hace tiempo que parece quedarse en un simple fondo de archivo vídeo para ciertas noticias; y las carnicerías de todo tipo que de la mano del yihadismo radical islámico nos han llegado a nuestras pantallas de gran formato, en la comodidad de nuestros salones familiares, a fuerza de repetidas hace tiempo que dejaron de conmovernos. Además pertenecen a un mundo lo suficientemente alejado del nuestro como para no atragantarnos la comida. Pero Ucrania está ahí al lado.

De Madrid a Kiev hay menos de 40 horas por carretera, algo factible para hacerlo de un tirón entre dos conductores, y mucho menos tiempo de vuelo para todas esas parejas que descansan sus ilusiones paternales en la maternidad subrogada que allí encuentra una meca para muchos matrimonios españoles. Ucrania, desde hace ya algún tiempo forma parte de nuestro cotidiano en forma de noticias, o emigrantes de ese país, o de la agresora Rusia, afincados en toda España y particularmente en el litoral mediterráneo.

Es por todo ello, quizás, que las imágenes de Bucha nos impresionan tan profundamente, y también por la normalidad que en los cuerpos yacentes en esa calle al infierno parecía mostrarse aún para todo aquel que quisiera detenerse en su observación. Personas normales en medio de una actividad normal sorprendidas por el fuego intrascendente, innecesario, injustificable de la tripulación de un transporte acorazado ruso del que nunca lleguaremos a saber la identidad, y por ello qué tipo de insania anidaba en la mente del tirador o la del jefe que dio las órdenes.

En esos cuerpos preservados de la descomposición por el frio reinante podemos ver a cualquiera de nuestros vecinos; a Volodimir que todos los días va a trabajar montado en su bicicleta y que aún la mantiene entre las piernas, como si estuviese a punto de levantarse y seguir pedaleando tras quince días muerto. Mas allá podría estar Alexei, con el saco de patatas a su lado, posiblemente recogido en casa de un vecino que no teniendo que salir tal vez logró sobrevivir. Y que me dicen de ese Boris, a punto de llegar a casa, con el llavero caído a sólo un paso de su mano inerte; un llavero familiar, tal vez idéntico a ese que muchos de nosotros llevamos en el bolsillo.

La matanza de Bucha sobrecoge porque nos muestra abruptamente cómo cuando la guerra azota nuestras vidas éstas ya no nos pertenecen en absoluto; todos pasamos a depender del azar de la guerra, el peor de todos.

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