El inicio del proceso para la reforma y fusión de los dos planes urbanísticos de Cimadevilla (el del barrio propiamente dicho y el del Cerro de Santa Catalina) es un valiente y necesario paso al frente para la regeneración de un enclave simbólico para Gijón por muchos motivos, entre ellos, ser el núcleo fundacional de la ciudad tal y como hoy está concebida. Valiente porque el gobierno local ha decidido aparcar su idea inicial de limitar este cambio a un par de retoques cosméticos y ejecutará finalmente una revisión a fondo de todo el planeamiento. Y necesario porque el centro histórico pide a gritos una actuación global que le permita recuperar el brillo perdido en los últimos años, tal y como han recogido numerosos artículos, entrevistas y reportajes publicados en estas páginas desde que comenzó este mandato municipal. Se abre ahora por lo tanto un período ilusionante que el equipo de la alcaldesa, Ana González, debería aprovechar para escuchar a todos los sectores afectados, al resto de las fuerzas políticas y, por supuesto, a la ciudadanía, con el objetivo de confeccionar un documento adaptado a las necesidades de la zona. Dejar como nueva la joya de la corona es una oportunidad, pero también una enorme responsabilidad.

El primer motivo de satisfacción radica en que, esta vez, la casa no se ha empezado por el tejado, como sí ha ocurrido con otras recientes actuaciones urbanísticas marcadas por la improvisación y la temeridad política. El anuncio se produjo esta semana, después de que la Junta de Gobierno decidiera que en mayo comience la licitación de la reforma del Plan Especial de Protección y Reforma Interior (PERI) de Cimadevilla con la redacción de los pliegos, primer paso para afrontar la gran remodelación. Aunque más allá de este dato casi todo son conjeturas, se sabe que el nuevo ordenamiento buscará dotar al barrio de los elementos necesarios para un crecimiento sostenible. Es decir, que no se quedará en pequeños cambios para facilitar operaciones específicas que están sobre la mesa, como la construcción de un hotel de cinco estrellas en la antigua sede del Puerto o la de un aparcamiento subterráneo en la calle Claudio Alvargonzález.

Dicho esto, parece obvio que el nuevo documento, llamado a sustituir a los elaborados en los años ochenta por los arquitectos Francisco Pol y José Luis Martín, debe hacer frente a varias necesidades. En primer lugar, frenar el deterioro provocado por la larga inacción de un área urbana peculiar tanto por su ubicación, rodeada por el mar casi al completo, como por su tipo de construcciones, la inmensa mayoría de escasa altura, antiguas y sometidas al desgaste de la humedad y el salitre. En segundo lugar, hacer frente al acuciante problema de las viviendas sin habitar y los solares vacíos mediante propuestas arquitectónicas originales. Y casar esta gran transformación con la prevista para la fachada marítima occidental, es decir, el puerto deportivo y los Jardines de la Reina. Por último, para que Gijón construya su futuro desde su pasado hará falta, además, huir de la precipitación, del oportunismo y de las disputas partidistas. Desaprovechar esta ocasión sería tan irresponsable como imperdonable.