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Maribel Lugilde

El buen adiós

Protocolos anticovid en nuestros hospitales y acompañamiento en la agonía

“Notó un cambio en algún lugar de su interior que detenía algo y se fijaba en su cabeza para no moverse. Después se le pasó y pensó: así que así es”. De las innumerables oportunidades que la literatura nos ofrece para describir la agonía, a mí me resulta especialmente conmovedora y certera ésta, en la que John Williams retrata el final de Stoner, ser en apariencia gris pero en realidad imbuido de imponente dignidad hasta en su último aliento: “los moribundos son egoístas, se guardan sus momentos para sí”.

El tránsito hacia la muerte es una incógnita pero la mayoría coincide en dos deseos: que sea sin dolor y en compañía. Anhelos por la paz de quien se va pero también de quien se queda y ha de contrapesar el desconsuelo de la pérdida con la certeza de haber estado al servicio del ausente en su trance último. En lo físico y hasta en lo simbólico.

Hemos conocido estos días la carta pública en la que una enfermera del HUCA describe su hondo desgarro ante la imposibilidad de ver a su marido tras fallecer en una operación. Sus propios compañeros le negaron el momento para la memoria, apelando a un protocolo que ella misma no sabía identificar. Su gente, su espacio cotidiano, se le volvió hostil y levantó un muro imbatible entre ella y el cuerpo de su esposo. Traumático.

No es el primer caso del que tengo noticia. Hace poco supe de otro, un calco de éste, con la salvedad de que la persona se encontraba en agonía y lo que sus familiares pidieron, suplicaron, imploraron en vano fue un minuto para la despedida, por si cabía un aliento para el que se iba y una paz postrera para quienes se quedaban. Imposible. Las sucesivas negativas, me consta, fueron maquinales, frías, hasta irritadas. La desesperación ajena desespera.

Si hubo un tiempo -en aquel mundo encapsulado- en el que los protocolos anticovid hicieron imposible el adiós, ya no son estos. A no ser que por el camino hayamos perdido el alma. Y, de paso, la sanidad pública haya descendido también el escalón de la pura y simple humanidad con quien agoniza y aquellos que dicen adiós desde esta orilla del río de la vida. Ese trance nos espera a todos, conviene no olvidarlo.

Entiendo que a quienes corresponda tomar nota lo habrán hecho ya, avergonzados y diligentes. Sirvan estas humildes palabras consternadas de recordatorio.

“Llevadme al lecho” pedía a su sobrina Alonso Quijano, Don Quijote, porque “me siento a punto de muerte y querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala”.

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