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Javier Gómez Cuesta

Acogedor y afable

El abuelo de los curas rurales de Gijón, mimado y acompañado por sus compañeros

Era el abuelo de los curas rurales de Gijón. Y ejercía. De talante acogedor y afable, se sentía mimado, ayudado y acompañado por sus compañeros. Se dejaba invitar a todas las fiestas sacramentales y patronales y otros ceremoniales que todavía perviven en los alrededores paradisíacos de este Gijón urbano que va ampliando sus límites, levantando sus bloques de viviendas o sembrando adosados, aunque disminuya de población por su decreciente natalidad y su colapso industrial. San Andrés de Ceares, asediado por esta arquitectura de portales y ventanas en serie, todavía se inscribe como parroquia entre las rurales. Allí, acurrucada, levanta la espadaña su antigua y multisecular iglesia con restos románicos. Recuerdo todavía a don Antonio Montero, hermano mayor de José Luis, lamentarse de que cuando él había sido nombrado párroco, entonces de concurso, es decir, de oposición: en los años cuarenta, Ceares y sus casas y prados llegaban a San Lorenzo. El último tajo se lo dio San Nicolás de El Coto, ante “la resignación cristiana y sacerdotal” del campechano cura que enjugaba su disgusto jugando al tute con sus feligreses en Casa Chingarra. Ayudó también el que el designado para la naciente fuera Fernando Fueyo, de familia amiga y cercana.

José Luis nació en la señorial y marinera villa de Castropol, el 8 de septiembre, fiesta de Covadonga, del revolucionario año 34, en una familia cristiana, levítica podía decirse, ya que tres hijos, Antonio, Carlos, párroco de Limanes, y José Luis fueron sacerdotes y un cuarto, Ramón, que vive, estuvo en el seminario y fue muchos años sacristán de San Pedro de Gijón. Como estudiante fue constante, respetuoso y disciplinado, como correspondía a los del occidente asturiano. Perteneció a un curso muy de compañeros que él se preocupó de conservar unido en el tiempo. Recibió la ordenación sacerdotal el 3 de abril, un domingo de cuaresma, de 1960 y “cantó la 1ª Misa” el 13 de junio, apadrinado por su hermano Antonio, ya entonces párroco de Ceares y, por amistades, Cecilio Oliver Sobera, alcalde de Gijón. El “orador sagrado”, que en la liturgia preconciliar encomiaba al misacantano, fue otro ilustre de la villa episcopal, Luis Legaspi, el siempre delegado de misiones. Desde el comienzo tuvo buenos maestros, en Sama el famoso y singular don Dimas Camporro, y en Tapia, el divertido y ocurrente don Boni, del que se puede escribir una simpática biografía.

En dos parroquias tuvo la estancia más larga. La primera en Nueva de Llanes, de esas típicas del oriente asturiano, cuna de indianos, de tradiciones y floklore genuinos, de las que entonces valoraban al sacerdote si tenía buen carácter y se hacía querer, como era el caso de José Luis. De hábitos conservadores, que son los que duran, promocionó y cuidó la devoción al Cristo del Amparo, una de las ermitas señeras cuya fiesta es una maravilla de devoción y peregrinación. Fueron 21 años que nunca olvidó. No hubiese salido de allí si no hubiera ocurrido la muerte inesperada de su hermano Antonio.

San Andrés de Ceares puede decirse que ha sido la parroquia de los Montero. Como si hubiese un parentesco irrenunciable. Entre los dos hermanos llenan casi un centenario. También campechano como su hermano, muy familiar, conocedor de personas, conversador sin final, entusiasta del pueblo, animador de asociaciones y tertulias, conformista y resistente en los avatares, de fe y vocación recias y responsables, dotado de una cierta gracia y una pizca de socarronería rural, quiso estar hasta el último momento al pie del altar y de la vecindad. Con 87 años sobre sus hombros, fueron 62 dedicados al ministerio sacerdotal, 36 en la Cruz de Ceares que colaboró a reponer. Los callados hablan por el amor y buenas obras que siembran. Así fue José Luis. Hay premios que no son de este mundo. Para eso le ha llamado el Señor Resucitado al cielo.

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