La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Macrino Fernández Riera

Remendando pingos

La vida de la escritora en su casa del Cervigón camino de los 70 años

Primavera de 1920. A pesar de que en noviembre del año anterior ha cumplido los 69, no para de trajinar, y desde bien temprano ocupa buena parte de sus horas barriendo, cocinando, fregando, lavando o remendando pingos... “para no estar en la indecencia del jirón”. En la casa del Cervigón la bolsa no está para muchas alegrías, menos aún después de que los dos largos años pasados en el exilio portugués se hubieran llevado buena parte de sus ahorros. Casi todo lo que tenía. Tanto fue así que a su regreso no tuvo más remedio que hipotecar la casa, su único patrimonio. Desde entonces, no le queda otra que milagrear con los diecinueve duros que cobra de su pensión de viudedad para –además de todo lo demás– abonar el importe de los réditos: funesta consecuencia de haber escrito aquel artículo en el que arremetió con palabras contundentes contra los agresores de una joven que estudiaba en la universidad madrileña.

No es de extrañar que la llegada de aquellas mil pesetas fuera recibida como lluvia en tiempo de sequía, por más que los doscientos duros no cayeran del cielo. No se lo podía creer... y se lo tuvieron que explicar. De acuerdo con la disposición testamentaria del librepensador malagueño Antonio Martín Ayuso, cada año se entrega esa cantidad de dinero a aquellas personas o sociedades que, habiéndose distinguido en su lucha contra el clericalismo y el fanatismo, “más hayan comprometido sus intereses o su porvenir en tal empresa”. Ese año la elegida es Rosario de Acuña, que había sido propuesta por José Nakens (director del semanario madrileño El Motín) en virtud de su larga trayectoria en defensa de la libertad de conciencia. La destinataria no tarda en escribir una carta en la cual, además de agradecer el donativo, procede a dar cuenta del destino de cada uno de los duros recibidos.

Lo primero que hizo fue pagar lo que había comprado al fiado, empezando por las cosas del comer: “Sesenta duros para saldar deudas de judías, tocino, harina de maíz, aceite, patatas, cebollas, algún kilo que otro de carne y leche de la de botes”. Aunque no parece que su despensa fuera muy variada, cabe esperar que dada su experiencia como avicultora no faltaran en su finca ni patos ni gallinas, que recogiera alguna que otra verdura de la huerta y que contara con varios frutales. En cualquier caso y a la vista de lo que ella cuenta, parece que en lo tocante a la alimentación se las consigue apañar con algo de ingenio y buena mano en la cocina.

Por lo que sabemos, el del exilio no fue el único episodio que se saldó con un serio quebranto económico. Si lejos queda ya la debacle de su drama El padre Juan (para poder estrenarlo tuvo que convertirse en productora, poner su propio dinero; y casi todo lo perdió, pues la autoridad gubernativa prohibió las representaciones tras la noche del estreno), más reciente fue la que tuvo por escenario la localidad cántabra de Cueto: casi sin tiempo para encontrar una nueva vivienda, fue desahuciada de su granja avícola, en la que había puesto todas sus ilusiones, a la que había dedicado toda su dedicación durante cuatro años, en la que había invertido sus buenos dineros. Y eso que en aquella ocasión ni siquiera había abierto la boca. Sucedió cuando la prensa santanderina se hizo eco de la medalla de plata que obtuvo en la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en el año 1902. Al parecer, la noticia de aquel galardón que premiaba su trabajo como avicultora llegó a oídos de la dueña de la finca, “feligresa muy amada de un canónigo de la catedral de Santander”. Se enteró de que tenía como inquilina a “una hereje” y fue entonces cuando, horrorizada por tamaña vergüenza y deshonor, la obligó a abandonar su propiedad: “me arrojó de ella (por cierto sin darme más que quince días de término para desalojarla), sin duda para tener más seguro el paraíso, y sin que me valieran las tres mil pesetas que había gastado en gallineros, cobertizos, etcétera, y aún tuve que derribarlo todo para dejarlo a gusto de ella… y del canónigo”.

Con todo, y por más que el dinero invertido en la granja constituía para ella un dineral, aquella pérdida no puede ser comparable con la ruina ocasionada por su obligada estancia en territorio portugués para evitar ser apresada. Conviene no olvidar que, durante los dos años de exilio y por evidentes razones procesales y geográficas, le fue imposible cobrar ni una sola mensualidad de la pensión que tenía asignada. Por si esta sangría no fuera suficiente, aún habría de llegar la noticia de un descuadre mayor en el ya muy maltratado libro de caja. Al poco de regresar a la casa gijonesa del acantilado, se enteró de que el resto de sus ahorros también había desaparecido, se había volatilizado en el proceso de suspensión de pagos de la madrileña Ciudad Lineal.

Su interés en esta iniciativa urbanística habría que situarlo en sus mismos comienzos, en los primeros años noventa, coincidiendo con la mudanza de Pinto a su Madrid natal, para curarse de unas fiebres palúdicas que la pusieron al borde de la muerte. El proyecto del ingeniero Arturo Soria se configura ante sus ojos como una atractiva alternativa a la insana vida ciudadana, de la que había huido años atrás para recuperar el contacto con la naturaleza. La luz de la razón al servicio del bienestar de los humanos: construir una ciudad nueva con calles anchas, manzanas de viviendas aisladas y separadas unas de otras por una masa de vegetación, “canalizaciones de agua, luz, calor, fuerza y electricidad”, espacios reservados para los edificios de carácter colectivo, y perfectamente estructurada por una doble vía de ferrocarril que la habría de unir al centro capitalino.

Tanto debió de agradarle aquel proyecto que decidió apoyarlo económicamente, quizás con una parte del dinero obtenido con la venta de su casa de Pinto. Lo cierto es que depositó sus buenas pesetas en la Compañía Madrileña de Urbanización, probablemente a cambio del derecho a percibir un lote de terreno en la modélica población. Pero claro, una cosa son los proyectos y otra muy distinta el proceso para su ejecución: como quiera que la promotora no contara con grandes accionistas se vio obligada a recurrir a los pequeños ahorradores, ofreciéndoles intereses atractivos pero muy onerosos para la empresa, hasta el punto de que el pago de los mismos se llevaba una parte considerable del dinero disponible. Llegó un momento en el cual los gastos superaron a los ingresos, la empresa se declaró en suspensión de pagos y los ahorros de doña Rosario pasaron a ocupar un espacio en el limbo de las finanzas.

Con la hipoteca de su casa a cuestas y sin un duro en el bolsillo, resulta que tampoco puede echar mano de aquel dinero. No hay más. De posibles herencias no sabemos otra cosa que lo que ella misma nos ha dicho: “Dos veces, en mi vida, vino a mis manos, por herencia, cantidad cercana a esta cifra y la rechacé”. Quizás la ayuda económica de su madre y de su padre la recibiera en vida; tal vez fue, precisamente, el dinero para comprar la casa de campo en Pinto, el mismo que se había volatizado con la suspensión de pagos de la promotora madrileña. Aparte de esa posible donación de sus progenitores, tan solo atesora algunos objetos familiares, algunas joyas, convertidas en dolorosa fuente de ingresos, prenda de un préstamo, que ahora puede recuperar con las mil pesetas del legado del difunto Ayuso: “Cincuenta duros de la cantidad han servido para rescatar alhajas empeñadas, que hubiera tenido dolor de corazón al perder, por haber pertenecido a mi abuela y madre”.

Así estaban las cosas. Disponía de poco más de tres pesetas diarias, y con esa cantidad tenían que vivir... ¡dos personas!, porque el pariente que “habitaba en el piso bajo de la casa” no aportaba ningún dinero. Nada. Confieso que cada vez que leo esta carta se me revuelven las neuronas. No alcanzo a entender que, en esta situación de absoluta necesidad, el tal Carlos Lamo Jiménez (dieciocho años más joven que ella, licenciado en Leyes y gozando de buena salud) no hiciera todo lo posible por encontrar un trabajo remunerado. (Sin perjuicio de que en un próximo artículo vuelva a tratar el asunto con mayor detalle, adelanto ya aquí que, en mi opinión, la suya no fue una relación entre iguales). En fin. El caso es que en aquella casa se vive con estrecheces –ella lo llama “seminecesidad”– y que las penurias económicas que acuciaban a la ilustre escritora del Cervigón no pasaban desapercibidas para sus correligionarios. Tanto es así que aquel mismo año a su casa llegaron otras doscientas cincuenta pesetas, remitidas en este caso por un entusiasta admirador residente en Cuba. Gracias a aquellos nuevos ingresos, también inesperados, bien se puede permitir un exceso: “habrá que comprar zapatos, que ya andaban los pies con vergüenza de las zapatillas de invierno”.

Compartir el artículo

stats