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Toli Morilla

Solo de trompeta

Toli Morilla

Estación milenial

Sobre el uso y disfrute de los equipamientos públicos

Las estación de tren ha dejado de ser un lugar con encanto. Uno tiene la sensación de estar en un centro comercial con aplicación de puerto para trenes. Prima el diseño y el barroquismo de materiales, plástico, metal, cristal y caucho. Ingente número de cámaras de vigilancia. La relación entre el pasajero y la empresa ferroviaria se establece a través de máquinas dispensadoras de billetes. Los guardias de seguridad hacen a su vez de oficina de información, suponemos que por el mismo sueldo. Resulta difícil encontrar al personal que trabaja en la estación; es como si tuvieran una tendencia natural a la soledad del huraño, una estrategia para evitar cualquier vínculo emocional, dosificando el contacto visual con el viajero. Y creo que son víctimas de la tecnificación y automatización de los servicios, antesala de la robotización que viene.

El acceso a los andenes se activa con la tarjeta/billete que acciona la apertura de una portilla de dos hojas, similar a la que podemos ver en la salida de una carrera de caballos, en donde no puedes perder un segundo por riesgo de ser fileteado durante los tres segundos que tarda en volver a cerrarse.

La estación de estos tiempos se asemeja a un campo de concentración. Una vez adentro, compruebas que no hay posibilidad de salir excepto para subir al tren. El recorrido hasta el anden, señalado con flechas de colores, se estrella contra las escaleras automáticas que suenan como un «carru rinchón» tirado por dos vacas o bueyes. Polifonía de armónicos metálicos y crujidos de goma sobre el patrón rítmico de una mecánica cinta sin fin, una delicia para los amantes del ruidismo. La sensación carcelaria aumenta cuando sientas tu culo en un frío banco metálico y al día siguiente entras en urgencias con cistitis.

Todo lo relacionado con el tren se convierte en un material muy goloso para los fotógrafos. Lo tiene todo. Geometría, movimiento, luz, color... En eso pensaba yo, hasta que el guardia de seguridad me llamó la atención por hacer fotos a los fascinantes reflejos de ciudad que coloreaban las ventanas de un vagón. Le dije que debía de estar equivocado. –Es la normativa–, respondió amablemente.

¿No es un espacio público?–pregunté. –Eso no lo sé, solo sé que tengo orden de no dejar hacer fotografías en todo el recinto. –Una estación sin bullicio engulle pasajeros obedientes.

En fin, debe de ser que cuesta acostumbrarse a la calculada frialdad del nuevo milenio.

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