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Miguel Barrero

Un mosaico de teselas

En vísperas de la Nochevieja de 2009 estuve en casa de Carmen Gómez Ojea. Faltaban unas pocas fechas para que se fallase la edición correspondiente del Nadal, alguien había filtrado que entre las novelas finalistas había tres que llevaban remite asturiano y me enviaron a entrevistarla por ver si ella estaba en posesión de alguna pista. No la tenía –aunque hicimos una quiniela cuyos nombres no desvelé entonces y no voy a desvelar ahora–, pero el encargo me deparó una tarde divertidísima en compañía de una escritora a la que admiraba –era imposible no hacerlo si se la leía con atención– y que en las distancias cortas se reveló como una interlocutora amena y cordial, provista de una lucidez y un descreimiento que echaban por tierra cualquier dogma y desnudaban la elocuencia fingida de las verdades supuestamente universales.

En aquel décimo piso de la calle Adosinda, en el corazón del barrio de La Arena, convivían algunas pinturas de Piñole con una escultura de Navascués, y en las esquinas más insospechadas aparecían estanterías repletas de libros o angelotes rescatados de cualquier tienda de antigüedades. La mujer que en "Cantiga de agüero" había dado una vuelta de tuerca al realismo mágico para revestir con ropajes míticos los prosaísmos cotidianos se había construido un entorno a la altura de su imaginación y se movía por él con la familiaridad de quien lleva toda la vida habitando entre las neblinas de sus sueños. Andaba descubriendo entonces las bondades del libro electrónico, que la entusiasmaba, y se desentendía de la suerte de una industria editorial con la que apenas mantenía contacto desde la desaparición de Josep Vergés y la salida de Andreu Teixidor de la editorial Destino.

Ese distanciamiento no le impidió perseverar en el levantamiento de una obra que, título a título, perfilaba una trayectoria tan diversa como poliédrica, tan significativa como encomiable. En "Pentecostés" cometía el bendito atrevimiento de mostrar a un Jovellanos filtrado por la visión subjetiva de una alcohólica, y "Ancila en los fuegos" era un canto a las pasiones silenciadas que brotan en la edad de las inocencias presuntas. Si "La niña de plata" obtuvo el Ala Delta y "El diccionario de Carola" se hizo con el Edebé para avalar la maestría con que atrapaba a lectores de todas las edades, el premio Carmen Conde a "En la penumbra de Cuaresma" certificó que la narradora avezada que a todos deslumbraba era, también, una poeta con la que había que contar. "Los escritores empezamos a hacer un puzle o un mosaico de teselas del que al final sale una figura", me dijo aquella lejana tarde de invierno, "y todas las partes forman un todo, pero la parte pertenece al todo y el todo a la parte". Ese gran mosaico que Carmen Gómez Ojea compuso durante toda su vida encaja ahora su última pieza. En él queda inmortalizada una figura que merece el recuerdo de esa posteridad que su autora no buscó, pero que se ha ganado con creces.

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