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Macrino Fernández Riera

Dos mujeres y un santuario

Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña, coetáneas de vida similar pero distinta opinión sobre la Iglesia

Nacieron con apenas unos meses de diferencia y sus muertes se suceden con un intervalo de dos años: Emilia Pardo Bazán de la Rúa Figueroa (1851-1922) y Rosario de Acuña Villanueva (1850-1923) son dos coetáneas casi perfectas. No solo vivirán en una misma época, sino que su crianza y educación serán también muy similares. Las dos eran hijas únicas y las dos tuvieron unos progenitores que creían en la igualdad intelectual de mujeres y hombres, razón por la cual la formación que ambas recibieron durante su infancia y juventud resultó más rica y abierta que la por entonces habitual en las muchachas de su edad.

Crecieron entre libros y preguntas: su pasión por el saber dejará en ambas una huella intensa y perdurable. De las cotidianas lecturas pasaron pronto a la escritura creativa y poco después a publicar sus escritos en diarios y revistas. No tardarán en recibir los primeros reconocimientos. Será, y ahí encontramos una nueva coincidencia, en 1876: Rosario cosecha un gran éxito de público y crítica con el estreno de "Rienzi el tribuno", su primera obra dramática; Emilia obtiene el premio al mejor estudio crítico acerca de Benito Feijoo en el certamen que se convoca con ocasión del segundo centenario del nacimiento del monje benedictino. Gran satisfacción para la joven Pardo Bazán que ve ahora reconocidos sus méritos como escritora y madre, pues meses antes ha dado a luz al primero de los hijos de su matrimonio con José Quiroga y Pérez de Deza, segundogénito de una rica familia, con quien se había casado seis años antes, cuando aún no había cumplido los diecisiete. Rosario lo había hecho en abril de ese año, tras el exitoso estreno de Rienzi, con Rafael de Laiglesia Auset, teniente de Infantería con el grado de capitán que le fue concedido por méritos de guerra.

Las dos se introdujeron de lleno en el mundo literario, pero sin abandonar por ello sus compromisos familiares. El marido de Emilia es un estudiante de Derecho y su esposa, cómo no, se traslada de La Coruña a Santiago para que pueda continuar sus estudios. El marido de Rosario es militar y poco después de su boda es destinado a Zaragoza. Y con él, cómo no, va Rosario. Todo está de su lado: la tradición, la sociedad, la doctrina católica… las leyes. Tanto es así, tal es la situación de preeminencia en la que viven, que resulta razonable preguntarse si José y Rafael aceptaron de buen grado las exitosas actividades literarias de sus mujeres.

Lo cierto es que en los primeros años ochenta los dos matrimonios se rompen y será entonces cuando las vidas de estas dos mujeres –que hasta entonces habían discurrido por escenarios similares– se adentren en senderos bien diferentes. Cuentan, como queda dicho, con una formación semejante; se enfrentan a los mismos impedimentos sociales por su sola condición de mujer; adquieren significación entre sus contemporáneos por la actividad que desarrollan; critican abiertamente el papel secundario, cuando no de servidumbre, que la sociedad asigna a las mujeres… Pero, cuando no les queda otra que rehacer sus vidas, toman distintas direcciones. Tan solo unos años después ya resulta evidente la lejanía en la que se encuentran, de manera especial respecto al papel que ha de desempeñar la Iglesia en la vida colectiva. La una junta su voz a la de quienes critican el poder excesivo que ejerce la jerarquía católica en la sociedad española; la otra no duda en defender públicamente el magisterio de la Iglesia frente a los ataques de los anticlericales.

Rosario de Acuña.

Rosario de Acuña.

Una coincidencia nos va a permitir constatar lo alejados que se encuentran sus puntos de vista: con una diferencia de apenas unas semanas las dos visitan el coruñés santuario de Pastoriza. Emilia acude al templo en junio de 1887 en compañía de unas amistades. Lo hace para ofrecer a la virgen la corona de laurel que le había regalado pocos días antes el Círculo Mercantil. Durante la animada tertulia que tiene lugar en la rectoral, el párroco la anima a escribir un folleto para que los peregrinos y devotos del santuario conocieran su historia, costumbres y tradiciones. Dicho y hecho. A los pocos meses sale de la imprenta "La leyenda de la Pastoriza", en cuyas páginas, además de cumplir sobradamente con lo que se le había pedido, Emilia nos da cuenta de algunas impresiones sobre el templo: "…imágenes nuevas de talla, ricos ornatos, y hasta el mullido almohadón de terciopelo y el reclinatorio que disfruté durante la misa, prueban que el lucimiento del culto y aun la comodidad de los peregrinos sibaritas están atendidos con extremo."

Rosario visita el santuario unas semanas después, a mediados de septiembre. Llega tras haber estado en el de Santa Eufemia en Arteijo (Arteixo), de donde salió conmovida por los rituales que allí se practican para que los "endemoniados" arrojaran de sí al enemigo que los atormenta. Incapaz de aguantar hasta el final, abandonó el templo despavorida, preguntándose si no le produce más asombro lo que ha visto o que aquello fuera consentido por todo tipo de autoridades. Con el recuerdo de tan horrorosas imágenes llega a Pastoriza: "Arteijo es el catolicismo bárbaro del siglo X; Pastoriza el catolicismo ilustrado del siglo XIX […] de la vanidad, de la lujuria y de la hipocresía, que coloca en las manos de sus adeptos el voluminoso devocionario de rica encuadernación, y ofrece a sus rodillas el reclinatorio de suave terciopelo y talla de roble…"

Un mismo escenario, dos puntos de vista diametralmente opuestos. Cuando aún no han cumplido los cuarenta, estas dos mujeres –coetáneas casi perfectas, nacidas y criadas en ambientes y condiciones muy similares– mantienen posiciones antagónicas en materia religiosa, en relación al papel que ha de jugar la Iglesia en la sociedad española. Y ese diferente posicionamiento tiene el correspondiente correlato en su vida privada.

Rosario traba amistad a finales del ochenta y siete con un grupo de jóvenes que se han asociado en un denominado Ateneo Familiar, al frente del cual figura Carlos Lamo Jiménez, un estudiante de Derecho que por entonces contaba con diecinueve años, y que permanecerá con ella hasta su muerte. Poco sabemos acerca de la naturaleza de esa relación. Cabe suponer que fuera la habitual entre dos personas que libremente deciden vivir en pareja, por más que en el entorno de la escritora no trascendiera nada que así lo diera a entender y Carlos fuera conocido como "sobrino". O, quizás, Carlos solo fuera "un amigo abnegado y respetuoso"; solo, el hijo de Micaela y Anselmo, integrantes del círculo de amistades de Rosario; solo, un discípulo que se mantuvo leal a su mentora durante tantos años.

De algunos de los amantes de doña Emilia sí que hay constancia. Liberada de las ataduras matrimoniales, soslayadas las estrecheces religiosas y sociales del momento, nada le impide rendirse a la atracción física –compatible con la literaria, claro está– que pudiera despertarle la presencia de alguno de los autores con los que se relaciona. Si la católica, ultracatólica para algunos, Pardo Bazán se las arregló para salir airosa cuando la prensa confesional arreciaba sus ataques contra sus novelas naturalistas, en estas cuestiones de ámbito más íntimo también lo hará: tan sólo ha de procurar que no trasciendan. Al fin y al cabo, es lo que solían hacer algunos de sus colegas y otros prohombres de la patria.

Y ello resultaba compatible con la pública profesión de fe. Como ejemplo, "Crónica de la Romería", una serie de artículos que escribe como corresponsal de "El Imparcial" en el jubileo sacerdotal del papa León XIII: "Sabía que era católica, no que lo fuese tan apasionadamente; no me juzgaba muerta como Lázaro, pero ignoraba que la fibra poseyese tanta elasticidad y respondiese como la cuerda de una lira al contacto del dedo divino".

En la primavera de 1921 muere Emilia Pardo Bazán en su domicilio madrileño como consecuencia de un proceso gripal que se agravó sin remedio. En sus últimas horas estuvo acompañada de familiares, de doctores y del obispo de Madrid-Alcalá. Durante toda la mañana del sábado siguiente se estuvieron diciendo misas por su alma. A continuación, los numerosos asistentes a la luctuosa ceremonia acompañaron el cadáver hasta el cementerio de la Sacramental de San Lorenzo. En el cortejo, que caminaba tras una hermosa carroza tirada por ocho caballos, se encontraban los representantes de la familia real, varios ministros, aristócratas, diplomáticos, escritores, artistas o militares. En su lápida tan solo caben unas pocas líneas: "Doña Emilia Pardo Bazán y de la Rúa Figueroa Mosquera y Somoza, Condesa de Pardo Bazán, Terciaria Franciscana, Dama Noble de la Orden de María Luisa, falleció el día 12 de mayo de 1921, a los setenta años de edad"

Casi dos años más tarde, el 5 de mayo de 1923, fallece en su casa gijonesa de El Cervigón Rosario de Acuña a causa de una embolia cerebral que la sorprende realizando tareas domésticas. A su lado se encuentra su fiel compañero Carlos Lamo, el médico que la atiende y Antonio Oliveros, director de "El Noroeste", a quien ruegan que no lo publique, pues así lo había dejado escrito la finada. No obstante, el día de su entierro mucha fue la gente que hasta allí se acercó, en buena parte integrante del pueblo llano, del que tiene que trabajar para malvivir. El féretro fue conducido a hombros durante varios kilómetros, hasta depositarlo en el cementerio civil. Por decisión propia, la tumba donde reposan sus restos, no habría de tener "más que un ladrillo con un número o inicial".

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