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Javier Calzadilla

El capitán y su grumete

Se ha muerto Mariano Marín. Tenía 96 años y deja entre nosotros una extensa y brillante obra arquitectónica, obra de la que ya se ha hablado y se seguirá sin duda hablando, porque, para bien o para mal, nuestros trabajos como arquitectos nos sobreviven en disposición de ser juzgados.

Pero en algunas personas, entre las que me cuento, Mariano deja mucho más; cosas intangibles, no visibles para los demás porque están en el interior de uno mismo: recuerdos.

Conocí a Mariano hace muchos años, recién incorporado yo a mi trabajo en la Delegación de Hacienda de Oviedo como arquitecto de dicho Ministerio. Mariano era el jefe de la Dependencia, y no hace falta que me extienda mucho en la relación de sus virtudes como tal, porque todas las personas que lo conocieron en esa función (en su Estudio profesional, en el Decanato del Colegio de Arquitectos de León, Asturias y Galicia) podrán hacerlo. No, yo quiero en estas líneas hablar de una faceta quizás menos conocida pero que en mí dejó profunda huella: la de Capitán de aquel velero suyo de poco más de 9 metros de eslora, el Aquavit, en el que yo disfruté ejerciendo de grumete.

Porque en aquellos nueve metros hicimos él y yo varias singladuras, desde Alicante a Ibiza algunas veces y hasta Menorca otras. Allí, sin los adelantos que hoy pueden ayudar a la navegación (eran los años 1978 y 1979) y sin más contacto con el exterior que el parte de socorro con que Radio Nacional cerraba sus noticias de cada hora (y que nunca tuvieron nuestras familias que utilizar, dicho sea de paso), conocí yo dos cosas principalmente: la grandeza del mar frente a nuestra pequeñez, y la enorme grandeza de Mariano. Allí, en tantas horas de cercana convivencia, tuve la fortuna de poder disfrutar de la parte quizás más desconocida de su enorme personalidad: su sensibilidad, su ternura, y su gran sentido del humor, esas cualidades que él a veces parecía querer esconder. Y todo ello envuelto en un gran bagaje cultural, en el que sobresalían sus amplios conocimientos musicales (uno quedaba embelesado oyéndole hablar de Stravinsky o de Bach, dos de sus grandes ídolos) y literarios.

Hoy, ya físicamente ausente, Mariano nos deja a todos, sí, una extensa y brillante obra arquitectónica; pero a mí, su grumete, me deja algo más: la posibilidad de disfrutar de los recuerdos de tantos buenos momentos vividos a su lado. ¡Feliz singladura, Capitán!

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