Regreso al campo, a la naturaleza

Su necesidad de romper con la vida urbana lleva a la escritora a una casa en la villa madrileña de Pinto, lejos de convencionalismos ciudadanos

Fragmentos de la obra «Amor a la naturaleza» de Juan Borrás Ausias. | Colección particular

Fragmentos de la obra «Amor a la naturaleza» de Juan Borrás Ausias. | Colección particular / Macrino Fernández Riera

Macrino Fernández Riera

Macrino Fernández Riera

"A vosotras dedico estos apuntes, leedlos, meditadlos, aprendedlos de memoria, porque pudiera ser que en ellos halléis algo que se relacione con la verdadera felicidad, con el cumplido perfeccionamiento de la humana especie, en el cual tenéis que tomar parte muy activa, sí, muy activa, puesto que la sociedad tiene que regenerar por vosotras…" (Rosario de Acuña, "En el campo. Cuatro palabras de prólogo", 1882).

Si nos atenemos a los dos elementos fundamentales que estructuran el heterogéneo movimiento ideológico que denominamos "regeneracionismo" (a saber: diagnóstico de la decadencia patria y prescripción de un tratamiento para su restablecimiento), bien podremos concluir que años antes de que el común escenario quedara impregnado del pesimismo que desencadenó la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, sin esperar a que el Desastre hiciera aflorar lamentos varios y algún que otro propósito de enmienda, ya hubo regeneracionistas en España, ya hubo quienes alertaron del atraso que sufría con respecto a otros países europeos, quienes propusieron vías para atajar los males de la patria. Tal es el caso de Rosario de Acuña, de quien bien se podría decir que fue regeneracionista durante buena parte de su vida; luego, ya en la vejez y quizás un tanto desalentada, va abriendo las puertas de la esperanza a remedios más radicales y profundos.

Su percepción de que las cosas no iban bien fue temprana: sin haber cumplido aún la treintena ya advertía en sus escritos acerca de los males que aquejaban a las ciudades, a la vida urbana. Paradójicamente, no lo hizo cuando vivía en su Madrid natal, sino durante su residencia en Zaragoza, localidad a la que fue destinado su marido poco después de la boda. Será en la capital maña donde comience a ver la ciudad de otra manera. Las calles ya no son aquel amable escenario de su niñez y juventud, extensión del espacio familiar de su crianza. No. La ciudad, cualquier ciudad, eliminadas las vinculaciones afectivas que desprenden sus piedras y los lazos familiares que enraízan su trama urbana, se convierte en un escaparate en el cual sus habitantes exhiben lo que son o lo que aparentan ser.

Las reflexiones que siguen a la atenta observación de cuanto discurre en el espacio urbano afloran los primeros síntomas del desengaño, que mantendrá hasta su muerte. Sirva como ejemplo lo que escribe acerca de las comitivas fúnebres que se dirigen al cementerio zaragozano: una descarga cerrada despide al cortejo a las puertas de la ciudad, "punto donde terminan los honores oficiales, como si fuera de la población el muerto no fuera ya ni muerto". A partir de ahí, todo cambia: los cuatro caballos que tiran del carruaje se ponen a galopar azuzados por unos conductores deseosos de dejar pronto la enojosa carga que transportan. La comedia está clara; "¡cuántos y cuántos pensamientos no acuden a la mente al contemplar la descompuesta carrera de un cortejo que en la ciudad fue todo mesura y comedimiento, y que fuera de aquel recinto se convierte en palenque de cocheros y rufianes!".

No le gusta lo que ve, no le gustan ni la hipocresía, ni la vanidad, ni los convencionalismos, ni la falsedad que impregnan el escenario urbano. Sus ojos se vuelven entonces a los recuerdos vividos en el campo, a los efectos salutíferos que le ha regalado su amada Naturaleza en el pasado: las milagrosas pócimas que a sus ojos enfermizos dispensaba el aire limpio de la serranía jiennense y las brisas, cargadas de yodo, de las costas cantábricas; la paz espiritual de aquellos paisajes que contemplaba desde cualquier cumbre nevada; la hermosura del mundo animal que, obediente, sigue las ancestrales costumbres de su especie; la "serenidad inmortal" que ofrece la observación del cotidiano funcionamiento del planeta… ¡tantas cosas!

Tal debió de ser la necesidad de reencontrarse con la naturaleza que Rosario y Rafael abandonan Zaragoza y se instalan en Pinto, una pequeña localidad situada al sur de la provincia de Madrid que por entonces no alcanza los dos mil habitantes. Ha pasado casi cuatro años fuera de su ciudad natal y durante ese tiempo las cosas no debieron resultar tal como se había imaginado. Por lo que sucedió después, por lo que escribió por entonces, bien pudiera pensarse que la imagen que tenía de su querida España se estaba resquebrajando. La ensoñada visión de su patria, aprendida con afán en narraciones paternas y en lecturas propias, se empieza a tambalear cuando tropieza con las insanas vanidades que se gastan sus compatriotas, cuando la acaramelada existencia aburguesada en que ha vivido hasta entonces se da de bruces contra la "asfixia moral y física" en que están sumidas las aglomeraciones urbanas.

La única alternativa que encontró entonces fue la de recluirse en el campo, al abrigo de la reconfortante Naturaleza. Con ese objetivo en mente se hace construir una vivienda a las afueras de la pequeña localidad madrileña en la que ha decidido instalarse. La fe e ilusión en el camino emprendido la impulsan a iniciar esta aventura a partir de un modesto proyecto constructivo, "para ir ensanchando sus límites con el tributo del trabajo y de la economía". Su nueva morada pretende ser el germen de una unidad de producción autosuficiente. Tal y como ella nos describe, su casa pinteña disponía de un palomar con pichonas moñudas; un corral con gallinas de razas variadas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos, imprescindibles compañeros en sus múltiples expediciones por los caminos patrios; frutales diversos entre los que no faltaban los ciruelos, el albaricoquero, el nogal o la morera; arbustos y plantas de todas clases, que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta... y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.

Ilusionada con aquel prometedor futuro que se abre de nuevo en su vida, recuperado su ánimo por efecto de los salutíferos aires campestres, convencida de la importancia que para la regeneración del país representa la vida en el campo, pretende convertir a las mujeres en protagonistas del cambio que vislumbra. Quiere esparcir la simiente regeneradora en terreno apropiado, en el de la mujer sensata, con cierta preparación, abierta a las ideas razonables que puedan mejorar la vida de los suyos. Nada mejor para ello que una revista dirigida a quienes se muestran interesadas por las últimas novedades en todo aquello que atañe a la moda y al hogar, a su vida y a la de su familia. En el ejemplar de la revista "El Correo de la Moda" publicado en marzo de 1882 se presenta a sus lectoras desde una sección que ha dado en llamar "En el campo" y que acogerá sus escritos hasta la primavera del ochenta y cinco.

Convencida como está entonces de que su querida patria camina en retirada, alejándose cada vez más de las naciones que figuran a la cabeza del progreso, no puede menos que utilizar su pluma para apuntar posibles soluciones. A sus nuevas lectoras les habla desde el primer momento de ese concepto que tan popular se hará en la década siguiente: "regenerar". El mensaje es sencillo: puesto que el mal encuentra mayor arraigo en las ciudades, vosotras, mujeres ilustradas y responsables, debéis coger a vuestras familias y cobijaros en el campo, y allí, libres de las funestas y decadentes influencias urbanas, dedicaros a formar una nueva generación de robustos patriotas: "la sociedad tiene que regenerar por vosotras".

Con apenas treinta y un años parece tener claro que ese es el buen camino, está convencida de que la vida en el campo no solo es más auténtica, sino que también constituye la antesala de la regeneración que España precisa, razón por la que no duda en utilizar cuantos medios tiene a su alcance para dar a conocer sus pensamientos al resto de las mujeres, a quienes en sus escritos llama "compañeras mías". A ello se dedica con dedicación y entusiasmo: en ese tiempo, además de su colaboración en "El Correo de la Moda", publicará tres extensos trabajos en "Gaceta Agrícola", una publicación de amplia difusión que edita el Ministerio de Fomento. En uno de ellos, titulado "La educación agrícola de la mujer", avanza algunas de sus propuestas para construir ese futuro que ansía: "En la escuela granja-modelo puede abrirse un curso de botánica, de zoología, de física y mecánica, las cuatro principales ciencias auxiliares de la agricultura, y prácticamente puede enseñarse la cría de animales caseros...".

Escribe con la mirada larga, rayana en la utopía, pero lo hace convencida de que sus propuestas, por inviables que pudieran parecer entonces, terminarán por imponerse en un futuro, por lejano que este se encuentre. De ahí su insistencia en algunas de ellas; de ahí también que se dirija a aquellas mujeres que cuenten "con cierta preparación", con espíritu de observación y análisis, y estén abiertas a la posibilidad de mejorar su vida y la de los suyos. Solo ellas pueden ser capaces de emprender el camino de la regeneración, las únicas que pueden construir un hogar campesino iluminado por la luz de la razón que, al abrigo de la Naturaleza y al compás de sus leyes y sus ritmos, se levante frente a la degeneración que está corroyendo las ciudades.

Andando el tiempo, cuando la penuria le salga al encuentro, cuando no tenga más remedio que vivir de una escasa pensión, habrá ocasión para comprobar si aquellos escritos son algo más que palabras, si la teoría que predicaba por entonces era posible llevarla a la práctica. De ello hablaremos en un nuevo artículo. Allá veremos.

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