Un párroco pontificio

Trabajador y con celo pastoral, tenía especiales dotes para la liturgia y realizó importantes obras en la iglesia

Javier Gómez Cuesta

Cumplió su deseo. Siempre dijo que estaría en la parroquia de San Miguel de Serín hasta el último día de su vida. Así ha sido, firme y empecinado en su decisión. Pocos logran ese empeño cuando se llega a la edad de 93 años. Antiguamente esto era lo normal, que el párroco finalizara su vida entre sus feligreses, que han sido como su familia. Hoy la jubilación pone punto final, dadas las facultades que se deben tener para llevar el ritmo del trabajo que requieren las parroquias. Honorino, aunque tuvo una frágil salud de hierro, dadas sus dolencias de las que pronto se reponía, pudo alcanzar ese sueño, aunque ya desde la Casa Sacerdotal. De una u otra manera, en el tren o en el coche de los amigos, él se las arreglaba para celebrar la misa dominical y funerales en San Miguel de Serín.

Había nacido el 21 de marzo de 1929 en San Cristóbal de Entreviñas, localidad cercana a Benavente, cuando este territorio era un enclave de la diócesis de Oviedo. Cursó con buen aprovechamiento la carrera sacerdotal en los años difíciles de la postguerra. Recibió la ordenación sacerdotal, con otros 820 jóvenes de toda España, en el Nou Camp de Barcelona, en la magna celebración que hubo con motivo de Congreso Eucarístico, el 31 de mayo 1952, en la que vino como Delegado de Pío XII el cardenal Tedeschini.

Su primer destino fue en San Román de Candamo, en el valle del Nalón, parroquia entonces importante. En el concurso a parroquias que convocó el Arzobispo don Segundo, antes párroco de San José de Gijón, el año 1961, le asignaron una de las diez que él solicitaba, San Miguel de Serín, sin duda por la cercanía de otros dos sacerdote de su zona natal, D. Mateo Valdueza en Sabugo Avilés y D. Severino Huerga en San Vicente de Trasona, poblado de Ensidesa. Aunque era entonces una parroquia rural, había previsiones de crecimiento similar al de Avilés por la implantación Uninsa en las cercanías de Gijón. No fue así, sino que quedó troceada por las nuevas carreteras del triángulo industrial de Asturias. Esta parroquia tenía como distintivo el que su nombramiento debía ser refrendado por el Papa, dado que había sido parroquia del algún sacerdote elevado a la dignidad episcopal. Honorino enseñaba con orgullo el pergamino en latín y lacrado con el sello correspondiente, firmado en el Vaticano por el hoy San Juan XXIII.

Fueron allí sesenta y un años, acompañado por su madre y hermana mientras estas vivieron, siempre implicadas también en la tarea parroquial. Trabajador y con celo pastoral, tenía especiales dotes para la liturgia y también para las obras que tuvo que realizar al ampliar el templo y tener que edificar una nueva casa rectoral, por ser expropiada la antigua. Como otros, tuvo que sufrir el cambio socio religioso que se obró vertiginosamente en el último tercio del pasado siglo, donde la baja de población fue acompañada también por una disminución de la asistencia a la práctica religiosa. Era su permanente lamento. A algunos esta situación les desorientó mucho. Él quiso mantenerse fiel a sus métodos. Así vivió, persistente, incansable, confiado en que eso era servir al Señor, hasta el fin de sus muchos días.

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