Nuevas epístolas a "Bilbo"

Álbum de daguerrohaikus (9)

José Manuel Sariego

José Manuel Sariego

El pueblo y la ciudad. Lo rural y lo urbano. El pueblerino y el urbanícola. Lugares y personajes de este álbum de fotos que configuraron mis señas de identidad, entreverada de infancia, adolescencia y adultez; nada que ver con la tuya, "Bilbo", reducida a mascota bienaventurada. A veces me obsesiona el propósito de acabar la vida en aquella tierra, la del niño, antes pletórica, ahora vacía. Y tú, conmigo.

Conrado

Un palo seco,

largo como los chopos.

Renquea al andar.

No nos hablaba. Pasaba a nuestro lado, nos cruzábamos varias veces a lo largo del día y ya no es que no nos hablara, es que ni nos miraba. Quizá fuera de natural adusto, desabrido, poco tratable. Quizás. No lo conocíamos lo suficiente ni observamos si sus maneras de proceder con los demás eran distintas. Tal vez padeciera úlcera de estómago, anduviera estreñido o convaleciente del ataque de un enjambre de abejas. A saber. Paso largo y acelerado, espalda recta, mirada huidiza, semblante agrio, nunca esbozaba un gesto de saludo, ni emitía siquiera un gruñido de hola o de buenos días, envuelto de continuo en agitados afanes que le obligaban, a lo que se ve, a ignorarnos. Y dolía, vaya si dolía, porque Conrado era nuestro vecino trasero de la segunda casa que habitamos en el Barrio de Abajo.

Alejo

Cuando me mira, no me mira, me abraza cuando me mira.

Alejo, detrás de las gafas, miraba con ojos achicados, o sea, los ojos aniñados de un paisano hecho y derecho. Alejo, dicen, conocía como la palma de la mano todos los espacios, resquicios, vericuetos y rendijas de El Molinón cual omnipresente mayordomo mayor. El rincón más discreto le valía para echar una cabezada si los acondicionamientos del estadio y los múltiples quehaceres se lo permitían. De noche, se quedaba a dormir en el recinto sin quitarse las gafas, sin ponerse el pijama, sin acomodar jergón alguno.

Alejo no necesitaba ver para calibrar el nivel de sportinguismo de cualquiera de sus interlocutores. Un olfato antiquísimo guiaba su observación hacia un rápido veredicto que se adivinaba en un par de visajes característicos: si achicaba, si fruncía aún más los ojos, resplandecía la confianza; si, por el contrario, sus ojos se presentaban inconmovibles o aumentaban como por susto o recelo tras las gafas, malo, jamás el susodicho examinando adquiriría nota suficiente, de aprobado. En las contadas ocasiones en que nos tratamos noté que su mirar casi prescindía de ojos, gesto que me empavonaba y que, al cerrarlos del todo, le agradecí.

Suscríbete para seguir leyendo