La agonía del modelo de participación

Editorial de Gijón

Editorial de Gijón

El plantón de la Federación vecinal de la zona urbana al gobierno local en las reuniones de los consejos de distrito convocadas esta semana para explicar el borrador de presupuestos de 2023 debido a la falta de partidas para hacer mejoras en los barrios y la escasa ejecución de ejercicios anteriores es un episodio más de la profunda decadencia que atraviesa desde hace años el modelo gijonés de participación, sin que nadie con mando en plaza haya cogido el toro por los cuernos. Resulta llamativo que tanto los dirigentes municipales como los representantes de los colectivos estén de acuerdo en que hay que transformar la forma de relación entre la Administración y la ciudadanía y, sin embargo, nada cambie. Este asunto, de máxima relevancia para cualquier sociedad que entienda la democracia como algo más que ir a votar cada cuatro años, debería ocupar una posición relevante en los programas electorales de los partidos que concurran a los comicios del próximo mes de mayo. Pero, sobre todo, debería ser objeto de debate político y social hasta alcanzar una solución pactada. Un acuerdo que ya no será posible a lo largo de este mandato, que va camino de la extinción, pero que tendría que ser una obligación para la próxima Corporación.

El actual modelo de participación de la ciudad está desarrollado conforme a la ley de Grandes Ciudades, que entró en vigor el 1 de enero de 2004. Esta norma, polémica en su concepción, faculta a las principales localidades españolas a desarrollar determinados órganos de representación en favor de "una política abierta y creativa sobre las principales actuaciones comunes". Basándose en ese marco se crearon el Consejo Social y los consejos de distrito (en el caso gijonés son seis: Centro, Este, Oeste, Sur, El Llano y Rural). Pero la legislación deja un amplio margen para que cada Ayuntamiento dote de contenido y funcionamiento a estos estamentos. Es decir, manteniendo el cascarón, resulta perfectamente factible modificar el actual modelo de arriba abajo, superándolo por completo. Y, más aún, es posible y hasta recomendable introducir cauces paralelos para engrasar el sistema y favorecer una mayor pluralidad de opiniones.

De todo eso debería haber tomado nota el gobierno local, que asumió el poder en 2019 preconizando una nueva etapa para la participación. No ha sido así porque, tras el obligado parón de la pandemia, decidió que el asunto pasara a formar parte de la llamada Agenda 2030, un cajón de sastre en elaboración llamado a fijar las líneas maestras de la ciudad del futuro. Pero también los máximos representantes del movimiento vecinal tienen por delante la tarea ineludible de revitalizar los canales de comunicación con la Administración local, que a veces no han sabido optimizar. Ambas partes deben entablar cuanto antes un diálogo sincero y que abra las puertas a un nuevo sistema, adaptado a la realidad social y tecnológica de la tercera década del siglo XXI. Un esfuerzo que, lógicamente, tiene que estar orientado hacia el bien común, sin excepciones ni prebendas.