Las mujeres, sus hermanas

El feminismo de la pensadora y la llamada a luchar por la igualdad en sus escritos y alegatos

Mujeres manifestándose en Barcelona por la libertad de conciencia en 1910. | «Nuevo Mundo»

Mujeres manifestándose en Barcelona por la libertad de conciencia en 1910. | «Nuevo Mundo» / Macrino Fernández Riera

Macrino Fernández Riera

Macrino Fernández Riera

La voz de aquella mujer que quiso vivir sus últimos años sobre un acantilado del litoral gijonés supuso todo un acicate para muchas otras, como bien recordará años después de su muerte la maestra gaditana Amalia Carvia: "El nombre de Rosario de Acuña fue una bandera bajo la cual nos agrupamos las que oyendo cánticos de alondra mañanera sacudimos nuestro letargo y nos apresuramos a bañar nuestras almas en plena luz".

Compañeras eran para ella las mujeres, todas las mujeres, y así, desde el plural, desde el "nosotras", entendía "la emancipación de la mujer". Como compañera trató a la joven gijonesa que, en contra de lo que era habitual por entonces y a pesar de las presiones recibidas, decidió contraer matrimonio civil hace ahora más de cien años, en 1916. A esa compañera y amiga ("pues toda mujer que piensa y trabaja lo es mía") le brindó todo su apoyo en una carta abierta publicada en la prensa local.

Si en esa ocasión utilizó la amistad y el compañerismo como lazos de unión, hubo otras en las que no dudó en llamar "hermanas" a las mujeres a las que se dirigía. Lo hizo en su madurez, en plena campaña de "Las Dominicales", cuando desde las páginas del semanario las exhortaba a luchar contra el clericalismo ("Venid con vuestro pensamiento, ¡hermanas mías!, a contribuir a la gran obra de la redención de la mujer..."); y lo hace también desde la tribuna, en algunas de sus conferencias en las que se dirige de manera especial a las mujeres presentes o "exclusivamente" a sus hermanas.

Como he apuntado en otro lugar, analizando las diferentes trayectorias vitales de Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán, quizás sea esa perspectiva colectiva, esa visión grupal, con la que aborda la emancipación de la mujer uno de los elementos más significativos de su pensamiento. Ya en sus primeros años de publicista, con esa mirada plural activa, exhortaba a sus lectoras de El Correo de la Moda a liderar el ineludible proceso de regeneración patria recuperando el contacto con la naturaleza. Solo las mujeres pueden regenerar la sociedad, decía entonces, y para ello deben huir del mundo de las apariencias al que las han abocado y dedicarse al estudio y al trabajo. Lo repitió años después, ya como activa luchadora en defensa de la libertad de conciencia, cuando animaba a sus hermanas, las mujeres del siglo XIX, a agruparse para impedir que se extendieran las sombrías nieblas que surgen del Vaticano, para protestar del pasado, "del mundo viejo; del mundo podrido, que llamó a la mujer, "vaso de inmundicias", "escorpión de cien cabezas"; "el mayor de todos los demonios", y otros mil epítetos pronunciados por las bocas de los llamados "santos padres del catolicismo".

La conciencia feminista que ha ido adquiriendo con el paso de los años no hace otra cosa que consolidar su convencimiento de que las estrategias individuales resultan ineficaces, de que no se trata de luchar contra las cortapisas que a ella le salen al paso por el hecho de ser mujer, sino que debe emplear todas sus fuerzas en la lucha contra la discriminación que sufren las mujeres, todas las mujeres. Sus palabras son muy claras al respecto: "Por y para la mujer, he aquí mi emblema: he aquí en lo único que me permito tener egoísmo, porque, ¿quién duda que hay egoísmo en mí, que soy mujer, al querer la justificación y el engrandecimiento de la mujer?".

De ahí que no debiera de sorprendernos que reaccionara como reaccionó al enterarse de aquel indignante suceso, de la violencia ejercida contra una mujer, una joven estudiante: el "Heraldo de Madrid" describía con detalle la agresión sufrida por una universitaria en la madrileña Universidad Central, cuando unos estudiantes que con ella compartían estudios, la rodearon a la salida de clase, "vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra".

Doña Rosario tomó entonces la pluma para condenar con toda la dureza de la que fue capaz aquella tropelía. Ella, al contrario que el autor del relato del "Heraldo", puso el foco en los agresores y contra ellos arremetió poniendo en duda la supuesta base de sus privilegios, su hombría: "Nuestra juventud masculina no tiene nada de macho...". Tampoco se olvida del sustrato que incuba y alimenta su preponderancia: "¿Qué les quedaría que hacer a aquellas pobres chicas... digo pobres chicos... si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos y llegan a saber otra cosa que limpiar los orinales...?". Las protestas estudiantiles comenzaron en Barcelona y se extendieron rápidamente por las facultades y los institutos de toda España. Se pide el procesamiento de la autora del escrito, se niegan a entrar en clase. Tanta es la presión ejercida que la Fiscalía de la capital catalana interpone una querella contra la autora por un delito de calumnias. Para evitar ser detenida, abandona Gijón y se refugia en Portugal donde pasa dos largos años.

A su regreso a la casa gijonesa del acantilado, tras reponerse un tanto de las heridas de aquella desigual batalla, decide seguir viviendo, decide seguir luchando, a pesar de sentir sobre sus hombros el peso de los años, a pesar del cansancio acumulado, a pesar de la postración económica en que se encuentra tras los gastos a los que hubo de hacer frente durante su obligada estancia en tierras portuguesas. El exilio no cambió sus ideas al respecto, siguió pensando en plural. Con esa misma perspectiva colectiva se dirigió en 1916, en plena Gran Guerra, a las "mujeres proletarias" animándolas a aprovechar el inmenso espacio que, también para las españolas, se estaba abriendo "en medio del fragor de esta horrenda lucha que estremece a Europa". También se lo hace saber a los hombres. A los integrantes del Centro de Sociedades Obreras de Trubia les manda un recado para sus mujeres: "Decidles que estoy con todas ellas, que a todas las deseo emancipadas de los fanatismos de las religiones positivas, único modo de que sean dignas de figurar en las filas del proletariado".

No escatima esfuerzos en apoyo de las mujeres, sus hermanas y compañeras. Tampoco lo hace, cuando se desplaza hasta Turón para asistir a los actos de inauguración de la Agrupación Femenina Socialista. Enterada de que el grupo, constituido recientemente e integrado por un centenar de mujeres de la localidad, había organizado una gira para su presentación en sociedad, a la cual habían invitado a Virginia González, dirigente nacional del PSOE que tuvo una actuación destacada durante la huelga general de agosto de 1917, doña Rosario decide acudir. Su deseo de participar en aquel acto tuvo que ser intenso, tanto como para superar el esfuerzo que para una mujer de su edad suponía desplazarse hasta allí, por muy acostumbrada que estuviera a los viajes, por muy acostumbrada que estuviera a caminar.

El tren que había tomado en Gijón el día anterior la dejó en la estación de Santullano y desde allí tuvo que caminar unos seis kilómetros, por un terreno no apto para cualquiera: "pisé las escorias incendiadas; me libré, con inverosímiles quiebros para mis huesos de setenta años, de las vagonetas que se precipitaban por los rieles; mi garganta se contrajo con el polvo negro y los humos fétidos; mis oídos se atronaron con las estridencias de las maquinillas carboneras, el chirriar de los cables y el tableteo de los lavaderos...". Una vez en Turón, se encaminó a la Casa del Pueblo donde Virginia iba a pronunciar unas palabras como preámbulo a los actos programados para el día siguiente. Rosario se acercó a la tribuna para abrazarla y fue entonces cuando las mujeres que mayoritariamente ocupaban el abarrotado salón de actos respondieron con un prolongado y clamoroso aplauso.

Está convencida del poder que pueden llegar a tener las mujeres si están unidas. Por esa razón, cuando en España se piden responsabilidades por las miles de muertes de la Guerra de Marruecos, por el llamado Desastre de Annual, ella hace un llamamiento a las mujeres asturianas para que, todas a una, reclamaran justicia: "¡Mujeres, hermanas mías! Es preciso agruparse, y, en cabalgata de lamentos, de imprecaciones y de sacrificios, ir por medio de las ciudades, de las aldeas y de los campos [...]. Es menester que así, de esta manera, brote de vosotras el grito formidable de ‘¡Justicia, Justicia, Justicia!’".

Con mirada colectiva, batalló por conseguir "la redención de la mujer", considerando a las mujeres, a todas las mujeres, sus amigas, sus compañeras, sus hermanas, y así lo entendieron muchas de ellas. El día de su entierro fueron numerosas las gijonesas que, abandonando su reducto doméstico y haciendo frente a la lluvia que incesantemente caía aquel sábado de mayo, se echaron a la calle para testimoniar su gratitud a aquella compañera, a aquella hermana suya, que había peleado los últimos cuarenta años de su vida por la dignidad de todas ellas. Se iba de su lado, sí, pero les dejaba el testimonio de su vida: largo camino de trabajo, estudio y lucha, de perseverante batallar frente a quienes habían sumido a la mujer en la oscuridad de la ignorancia y la superstición. Ahí quedan sus discursos, sus artículos, sus reflexiones o sus apoyos; también permanecen las protagonistas de sus dramas: mujeres fuertes, vigorosas, esperanzadas...

Quizás alguna de sus hermanas gijonesas recordara entonces aquellas palabras por ella escritas años atrás: "Entretanto, al problema feminista, que hoy empieza a debatirse en España y en el que estriba, acaso, la libertad de conciencia para nuestra patria, hay que dejarle andar su camino, ayudando sabiamente a que tomen interés por él el mayor número de mujeres".