Opinión
La Plazuela: memoria de una ausencia
Hay lugares que trascienden de su condición de zonas vedes para convertirse en espacios que deben ser objeto de protección

La Plazuela: memoria de una ausencia
Una de las cualidades principales de las zonas verdes públicas, además de su papel en la mejora del ornato y la calidad de los espacios urbanos, es su condición de espacios para la vida. Son lugares en los que las personas hablan, juegan, sueñan, lloran o ríen según en momento. Son espacios que se viven con tanta intensidad que forman parte de nuestra propia identidad; de nuestra educación social, cultural e incluso afectiva. Es por esto que nos resistimos a los cambios que alteran su esencia.
La plaza elíptica de Evaristo San Miguel, o La Plazuela como la conocen los gijoneses, es uno de los espacios más hermosos y emblemáticos de la ciudad histórica. Trazada en 1868 sobre la punta de estrella más oriental de la muralla que limitó la ciudad tradicional con motivo de la guerra carlista y dotada de acompañamiento vegetal al año siguiente, apenas ha sufrido cambios en su morfología desde que en 1909 se trasladó la circulación rodada al exterior de la plaza y hasta 1946, año en el que acometió la renovación completa de sus infraestructuras básicas, amueblamiento y arbolado, procediéndose entonces al plantío de los tilos que alindan el paseo central y la doble hilera de castaños de indias del eje menor de la elipse. La reforma se completó con un kiosco de trazas racionalistas proyectado por Manuel García Rodríguez y un reloj ornamental cuya artística columna (fechada en 1899) está hoy en el parque de Isabel la Católica.
Decía el poeta Hilario Barrero que volver al lugar donde una ha sido feliz y donde se ha regresado con frecuencia es como regresar a la casa donde uno nació: por un lado un lugar seguro, por otro un lugar donde nada es igual. Esta sensación contradictoria, casi de orfandad, es la que produce la plaza de San Miguel desde que la autoridad municipal ordenó talar dos de los octogenarios castaños de indias (habían perdido parte de su copa por su excesivo peso) y a mutilar el resto para evitar que su crecimiento asilvestrado ocasionase algún accidente grave entre los usuarios y transeúntes de la plaza. Parece evidente que la seguridad pública debe prevalecer sobre cualquier otra cuestión, pero ello no es óbice para no poner en tela de juicio políticas en el manejo del arbolado urbano que conducen a la degradación de espacios que, por su singularidad, identidad histórica y paisajística, debería preservarse. Lugares como La Plazuela trascienden de su condición de espacios vedes públicos para convertirse en lugares de la memoria, en espacios que deben ser objeto de una protección que salvaguarde los valores que los hacen diferentes del resto. De nada sirven las campañas repobladoras si el escaso arbolado histórico de la ciudad no se cuida como se merece y sólo es valorado como futuro material de derribo.
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