Opinión | Nuevas epístolas a "Bilbo"

"Bilbo" ha muerto

Son las cinco de la mañana del 26 de noviembre de 2024 y solo se me ocurre escribir que "Bilbo" ha muerto. Yace a nuestro lado, en casa, a la espera de que se ilumine otra madrugada, se inicie el laboreo cotidiano y los profesionales del asunto se ocupen de sus restos aún cálidos. A eso de las cuatro y media, después de un rato de respiración agitada, intentó ponerse en pie sin conseguirlo: siempre tenaz, resistente, un auténtico campeón, un titán de la vida. Se supone que el bazo le estalló cual bomba de racimo ventral cuyas ondas se expandieron de inmediato cortándole de sopetón el respiro y las palpitaciones. Ni un triste quejido al aire, ni apenas el derrame de unas gotas de fluido o una miaja de excreción, ni otros esparavanes propios de la ocasión, mejor dicho, del ocaso. Contenido, cuidadoso hasta en el trance final, espatuxó un poco, nada, y plas: sucumbió. Así, con esa sencillez, o simpleza, lo abordó la muerte.

Escribo que "Bilbo" ha muerto y ya no es que el mundo no se hunda, que nunca lo hará por culpa del acabamiento de un puto perro. Escribo que "Bilbo" ha muerto y compruebo que no es más que un sintagma inexpresivo, hueco. Decía el escritor valenciano Rafael Chirbes que quienes se mueren, aunque sean perros, emponzoñan el aire, proyectan una energía funesta, producen una saturación negativa: esa que trae consigo la muerte, una especie de sombría concavidad.

Escribo que "Bilbo" ha muerto y no se me ocurre otra cosa, a estas horas previas a la quiebra del alba, que salir al balcón a fumar como un poseso. Frente a lo presentido, no retumban ecos de tragedia, sino que, por el contrario, irrumpe en el escenario doméstico un silencio nuevo, inédito durante los diez años últimos, definitivo.

Escribo que "Bilbo" ha muerto y me resisto a creerlo porque en el ambiente siguen flotando sus penetrantes miradas. Nunca zalamero, aunque tampoco arisco, acostumbra a hablarnos y abrazarnos desde la distancia de sus ojos; maneja una amplia gama de miradas precisas, inconfundibles: las atónitas o las curiosas, las pedigüeñas (nunca suplicantes) o las reivindicativas, las retadoras o las sumisas, las díscolas o las miedosas, las inquisitivas o las complacientes, las autoritarias o las obedientes, las lánguidas o las chisposas, las displicentes o las rebosantes de cariño… Ya digo que se manifiesta preferentemente a través de una rica colección de miradas. Miradas que no se esfuman ni, presumo, desaparecerán jamás del imaginario familiar.

Escribo que "Bilbo" ha muerto y reconozco que, después de 244 cartas semanales publicadas gentilmente por este periódico, desaparece el pretexto, la motivación de nuestro insignificante epistolario. Muerto el perro, se acabó la correspondencia.

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