Opinión | Añoralgias

El brazo tonto de la ley

Cuando bajemos las manos que nos hemos echado a la cabeza por el gatillazo de la ampliación de Cabueñes podríamos contar ejemplos de nuestra probada competitividad en materia de sobrecostes. Sin salir de Gijón, ocupando plaza de Champions tenemos otra ampliación singular, la de El Musel, se diría que imbatible, y en lo que va de siglo no hay mandato de gobierno municipal que haya librado una obra empantanada –Marqués de San Esteban, Aguado, Tabacalera, la Casa Paquet, el colector del Peñafrancia–, un modificado de proyecto o el ostracismo de una de esas maquetas deslumbrantes que acaban en el almacén de ensoñaciones, apuntalando nuestra candidatura a capital mundial de la infografía.

En semejante contexto y con tales antecedentes, del caso del hospital sorprende tan solo el tiempo que la administración sanitaria asturiana dejó pasar hasta plantarse (que la obra avanzaba a ritmo de pirámide egipcia era bien visible a lo lejos) y ese alborozo de la Consejería de Salud al proclamar ahora que resolver el contrato, redactar otro proyecto, sacarlo a licitación, adjudicarlo y ponerse de nuevo al tajo es una gran oportunidad para incorporar mejoras y avances asistenciales… dos años y pico después de iniciadas las obras y transcurrida una década larga desde que se promoviera la ampliación.

Más allá de estos vicios formales, y de la condenada manía de calificar la gestión pública según seas Gobierno o estés en la oposición, esa nave de Cabueñes todavía en el esqueleto no es sino consecuencia –una más entre cientos, tal vez miles– de una Ley de Contratos del Sector Público que se parece mucho al brazo tonto de la ley. Por ese coladero fluye un torrente de proyectos mal redactados o inverosímiles, licitaciones de saldo, criterios de adjudicación volubles, empresas insolventes (o muy solventes, pero simulando que no), truculencias varias y millonadas en sobrecostes. Una reforma en la normativa que regula (es un decir) la contratación de obra pública debería aflorar alguna vez en la agenda política, frecuentar el interés mediático sin que esperemos a que truene para acordarnos de Santa Bárbara y despertar un átomo de inquietud en la ciudadanía, que tiene en juego la prestación de los servicios públicos a cambio de sus impuestos. Si no estuviéramos todos tan ocupados con el teléfono del fiscal general, el palacete del PNV o unas monjas excomulgadas. O sumamente inquietos por si España resulta ser plurinacional.

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