Opinión

Maribel Lugilde

Aulavirus

Al igual que la mandíbula "Pink", último gran descubrimiento en Atapuerca, está asociada al estrato en el que fue hallada, y nos contará hoy lo que era hace 1,2 millones de años, todas y todos cargamos con un estrato anómalo de vida cuyo impacto está pendiente de interpretación. Tuvimos prisa por enterrar en la memoria personal y colectiva aquella distopía que comenzaba tal día como hoy hace cinco años. Pandemia y especialmente confinamiento, desde la mirada actual del aula, se traduce en cambios constructivos, pero también efectos colaterales adversos. Y más complejo es abarcar la honda huella emocional e intelectual de aquello. Está presente en nuestras reflexiones docentes.

Nadie nos había preparado para convertir en virtual el sistema educativo completo. De viernes a lunes. Muchas de las herramientas que utilizamos hoy con soltura y nos parecen esenciales, ya las teníamos entonces. Empezaban a introducirse como recurso y las contemplábamos con fascinación o pereza, según el caso. Pero súbitamente fueron nuestro único asidero y espacio de enseñanza. Aquel despertar en un universo de avatares fue durísimo.

Es verdad que, en este tiempo, las administraciones educativas han procurado que los centros incrementen su dotación tecnológica y planifiquen su integración racional en el aula, y que el profesorado adquiera competencia digital. Andamos enredados en cursos clasificados por nivel de certificación en los que nos afanamos en edición de videotutoriales, elaboración de recursos con inteligencia artificial o navegación en el mar de herramientas en vertiginosa actualización.

Pero si otra pandemia nos confinara hoy, el panorama sería igualmente dramático. La tecnología más sofisticada nunca sustituirá al aula. El proceso de aprender es físico y colectivo. Hay en él algo esencial, rudimentario, sensorial, que exige espacio y tiempo. Por algo en Silicon Valley, después de incorporarlas con entusiasmo, han ido desterrando sutilmente las pantallas de las aulas.

De aquellos tiempos de teleformación, telegestión y teletrabajo, nos ha quedado, además, un estado de alerta permanente. El aula virtual paralela nos persigue, se cuela por nuestro móvil. Conectados a todo, cómo sustraernos a mensajes intempestivos de alumnado o familias, a notificaciones inocentes de herramientas cómplices en vigilia. Una dulce trampa.

Pero particularmente nos desconcierta lo que observamos en nuestro alumnado. Discriminado ya, de partida, por su posibilidad de acceso a la tecnología en sus hogares. Es imposible paliar satisfactoriamente esa brecha digital. Visible o invisible, casi siempre vergonzante. Pero, además, de ese "estrato" vital de pandemia aflora una tendencia inconsciente al aislamiento, una pérdida de concentración y habilidades sociales, ansiedad, cortoplacismo y una actitud huidiza y acrítica ante la sobreexposición informativa. Como si el confinamiento viniera a preparar para la verdadera distopía. En esto nos bregamos.

No, que la educación no se inmunice contra las pandemias. Habrá que sortearlas, sí. Pero siempre para regresar a una esencia que "Pink", exhumada, ha venido a recordarnos.

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