Opinión | Añoralgias
Odio, integrismo y doctrina selectiva
Hay indicios razonables de que cualquier creencia religiosa basada en deidades sobrenaturales podría partir de un bulo. El más grande jamás contado, difundido entre generaciones sin necesidad de redes sociales ni algoritmo ni nada; contra un apabullante cúmulo de evidencias científicas. Tengo de marxista lo que de guapo y bien parecido –y el tal Darwin ya no me suena a «El Origen del Hombre» sino a un mediofondista del Liverpool–, pero aquello que a mediados del XIX terminaba identificando a la religión con el opio del pueblo lo sitúo entre los dogmas irrebatibles de la filosofía universal. Coincidió en España con el final de cuatro siglos de tribunales de la Santa Inquisición. Final en teoría.
Avanzando el siglo XXI en el tercer milenio, rodeados de nanotecnología, análisis predictivo e Inteligencia Artificial (paliativa), en un Juzgado de por aquí tendremos funcionarios públicos indagando si una «Santina de QueerVadonga» en procesión por El Humedal el 8M es delito de odio, sacrilegio o broma de mal gusto. Sustituye en el disparadero integrista a la estampita de Lalachus, cuando se cumplen 46 años desde que Albert Boadella entrara en la Modelo de Barcelona por un montaje antimilitarista de Els Joglars, mucho antes de lo de Tabarnia. Hace ahora medio siglo que John Huston echara mano de un cuento de Kipling para describir la relación de parentesco entre devoción religiosa y fanatismo irracional. Fue en «El hombre que pudo reinar», cuando a Sean Connery le sangró la mejilla con aquel mordisco defensivo de esposa a la fuerza y pasó de adorado dios a cadáver despeñado.
Desde los tiempos en que los papas coronaban emperadores, bendecían genocidas y se arrimaban a los poderosos, hay más enemigos de la doctrina cristiana entre la militancia propia; ese tipo de apostolado selectivo que se ofrece a darte clases de la Biblia pero olvida las bienaventuranzas. No recuerdan que antes que en un texto cervantino, lo de la paja en el ojo ajeno venía en el Nuevo Testamento, ni que el Hijo de María entró en aquel templo a sacar a palos a los mercaderes. «Si juzgas a las personas no tienes tiempo para amarlas» suena a Paulo Coelho, pero es de Teresa de Calcuta. El concepto de ofensa religiosa es interpretable, más allá de la ley del embudo. Y no hay juez, arzobispo o análisis predictivo capaces de sentenciar que a la Santina la ofende una tosca bufonada callejera más que Marco Rubio con la ceniza en la frente saliendo a fastidiar al mundo. Que no se estremece Ella en su trono cuando algún fervoroso salvapatrias concerta cita en Covadonga con las televisiones para postrarse allí de hinojos, a implorar que el camello se digne entrar por el ojo de la aguja.
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