Opinión

17.337

La historia nos mira a la cara y nos recuerda la dureza con la que abordamos el sufrimiento y la dura realidad que muchas personas viven.

Estos días me trasladan a distintos momentos de nuestro devenir como especie en los cuales jugamos a subastar con ceño fruncido nuestra solidaridad. Recuerdo el compromiso internacional que España había adquirido en el año 2015 para alojar a 17.337 refugiados que subsistían en campos de Italia y Grecia. En aquellos años nuestro proyecto europeo jugó al póker con conceptos como la fraternidad o la solidaridad. Muchos países huyeron de la humanidad intrínseca que debería gobernarnos para darse mus frente a los estragos de la guerra. Se cumplía el plazo para nuestro país y no se había llegado ni a 2.000 acogidas.

En aquellos días la respuesta social era contundente: debemos responder, debemos acoger.

Han pasado los años, apenas 8.

Estos días contemplamos un juego de trileros entre administraciones autonómicas, gobierno y partidos políticos ante la realidad que 4.000 niños y niñas están sufriendo. Menores que están solos. Que en su huida han sufrido mucho más de lo que desde nuestra cómoda realidad podemos imaginar. Niños y niñas que tratamos de deshumanizar bajo una etiqueta que algunos intentan llenar de odio y desprecio: Menas. Total, que valor tienen los derechos de la infancia o los Derechos Humanos. El espejismo de una concordia internacional que parecía sosegar los peores instintos de nuestra agitada historia, saltando por los aires.

Es curioso. ¿En qué momento hemos empezado a generar un discurso lleno de odio hacia niños y niñas que no conocemos? ¿En qué momento vale todo para alimentar creencias que despiertan nuestro miedo a lo diferente, a quien sufre, a quien es vulnerable?

A estas alturas del artículo, habrán surgido en algunas cabezas pensamientos que tratan de desmontar este alegato a la humanidad. "Ya, pero vienen aquí a robar", "Nos están invadiendo", "Es todo un negocio".

Según el "algoritmo" diabólico creado por gobierno y Junts, a nuestra región parece tocarle acoger unos 151 menores. ¡Qué despropósito! Un menor por cada 6.500 habitantes. Toda una invasión.

Por favor. Paremos máquinas. Empecemos a relativizar nuestros impulsos, nuestras creencias, nuestros prejuicios. Levantemos la mirada y recobremos una senda de cierta quietud. No podemos negar el reto que supone la inmigración en nuestra sociedad, más cuando estamos ante un fenómeno inherente y constante en nuestra evolución. Hacerlo supondría obviar que son necesarias políticas, recursos y trabajo para cuidar la convivencia, el respeto y el desarrollo de nuestros proyectos vitales. Proyectos distintos, diversos y llenos de oportunidades.

Ahora bien. Tan cierto es lo anterior como lo es el ridículo estrepitoso de un país que no es capaz de ayudar, consensuar y acoger a quienes más sufren. Sobre todo, cuando hablamos de niños y niñas.

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