Opinión

Pasión, dogma y el arte de cuidar

Hablar en estos días de la vida, es hablar de vulnerabilidad. La vulnerabilidad que se expresa en nuestro mundo cristiano que sitúa el espejo de lo que somos y hacemos para visibilizar el fracaso que en muchas ocasiones supone la defensa de dogmas religiosos y políticos que excluyen y dirigen la pasión al quebranto del fondo de las cuestiones por preservar unas formas que parecen irrenunciables.

Dogma y pasión conforman una mezcla que mal manejada genera trincheras de odio, injusticia y dolor.

El Viernes Santo, para los católicos practicantes, supone una llamada a la reflexión sobre la entrega total hacia los demás. Simboliza el fracaso de unos dogmas existentes en aquellos años que condenaron al profeta en nombre del orden, la ley y la tradición. Una pasión humilde y compasiva por sanar al distinto, por cuidar y unir a quienes parecían no compartir nada. Vertebrada desde el perdón.

Si transponemos esto a nuestros tiempos, podemos entrever una pasión viva al servicio de dogmas cerrados de distinta índole: ideológicos, identitarios, morales… Un posicionamiento alejado de una entrega que escuche, acoja o comparta. Pasiones viscerales que ya no buscan comprender, sino imponer "mi verdad", sin espacio para la duda, el matiz o la escucha. Dogmas ideológicos que no pueden ser cuestionados. Comunidades que se pretenden construir en base a lo que no son frente a lo que pueden compartir. Una confrontación dogmática que alimenta pasiones imperturbables a aquello que unos u otros piensan y sienten. Una obsesión sempiterna por tener razón que nos aleja de forma radical de la pasión necesaria por el bien común.

Mostrar duda, incertidumbre, nos vuelve humanos. Nos expone. Nos reconecta con esa vulnerabilidad intrínseca y necesaria que nos define. Nos devuelve a la pequeñez de lo que somos, de lo que pensamos, de lo poco que podemos lograr si solo actuamos desde el yo o desde un nosotros que excluye a otros. Aceleramos nuestras convicciones cuando encontramos acomodo a lo que pensamos. Levantamos barreras cuando el pensamiento divergente nos sacude.

Quizás debemos reivindicar tras la reflexión una espiritualidad política del cuidado. No confesional, sino ética. No impuesta, sino compartida. No generada desde lo que nos separa, sino desde lo que nos une.

Una revolución que abogue por recuperar pasiones tiernas por verdades sencillas y comunes. Una revolución construida desde la escucha y la conquista del terreno común que hemos ido perdiendo (si en algún momento lo habitamos) en favor de intereses particulares que excluyen a más personas de las que nos imaginamos. Una reconstrucción que conecte dogma y pasión no como trincheras, sino como pilares. No para imponer, sino para sostener lo humano en su fragilidad y en su esperanza.

¿Y si cuidar fuese el nuevo acto revolucionario, más allá del grito, del desprecio o del insulto? Quizás el cuidado sea lo único verdaderamente común que aún podemos ofrecer.

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