Opinión
Me bajo del mundo
Recuerdo con nostalgia –y una sonrisa contenida– cómo mi compañero de piso y amigo David escaneaba la realidad y soltaba, con su habitual contundencia:
"Pues si esto es progreso, que paren el mundo, que yo me bajo".
Hacía alusión al relato comprado por el común de los mortales que nos sitúa como proveedores de gasolina en una estación de servicio. Una postal donde humano y máquina bailan al son de voces robóticas, guiándonos por un tutorial kafkiano en tiempo real. Un curso que, visto desde su sarcasmo, bien merecería convalidarnos el carné de manejo de sustancias peligrosas.
Aquellas conversaciones, que destripaban esta postmodernidad rebosante de automatizaciones, individualismo y perdida de puestos de trabajo, tuvieron lugar hace más de 20 años. Hoy parecen un preludio casi profético de lo que estamos viviendo.
La tecnología –y las revoluciones que ha traído consigo en el último siglo– tiene sentido cuando está al servicio del bienestar de las personas, de la evolución de nuestras sociedades, de la mejora de nuestra calidad de vida, de la socialización de estos logros. Una inversión que nos debería abrir nuevos escenarios y oportunidades para profundizar en la humanización de nuestras vidas. Tiempo de ocio, de escucha, de cuidados, de cultivar el poder humano de crear…
Pero este cuento tiene varias caras. Se mueve en un terreno ambiguo que a menudo nos deslumbra y confunde. Un hechizo de serpiente que nos hace mirar con más fascinación al aparatito que llevamos en la mano que a la vida misma.
El otro día estuve en una de las pocas sucursales bancarias que quedan en Avenida Schultz. Uno de esos lugares en vías de extinción donde los seres humanos podemos ir y hablar con esos profesionales amenazados día tras día por absorciones, OPA’s, ERES… Mientras esperaba mi turno, una mujer conversaba con el cajero. El armatoste de la entrada no, el ser humano que todavía representa esa icónica imagen de los profesionales de la banca tan común hace unas cuantas décadas. El hombre regaló a la mujer uno de esos momentos que todavía nos recuerdan que el trato entre humanos es maravilloso. Escucha y comprensión.
Probablemente esa mujer tenga cada vez menos oportunidades de experimentar esos momentos: de compartir, de mirarse a los ojos, de sentir empatía. La tecnología no le ha dado mayor calidad humana. Para mí el factor más importante que nos ayuda a sentirnos bien allá donde estamos.
Pensar en ella –y en David– me hace replantearme en que estamos convirtiendo este mundo. ¿De qué manera estamos usando las oportunidades que nos ofrece la tecnología? ¿Y hasta qué punto estamos atrapados en una rueda de hámster que nos impide ver que la vida es mucho más que un mecanismo infinito de desarrollo?
David, yo también me bajo.
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