Opinión

Don Enrique: un señor de los de antes en el Gijón de ahora

Cada ciudad guarda a sus personajes. Gijón tiene los suyos, discretos y fieles como los bancos del Muro. Entre ellos, destaca don Enrique, figura entrañable, elegante en su andar cansado, con la bufanda bien anudada y una mirada que mezcla mar, memoria y dignidad.

Lo veo cada mañana, a la altura de la puerta de la Villa, donde vive desde hace décadas. Al saludarle, uno sabe que no habrá respuesta automática.

–¿Cómo está usted, don Enrique?

–Medito un poco en silencio, don Manuel… ¿Cómo quiere usted que esté yo?

–Yo estoy regular.

Regular. Así vive desde que murió su mujer, hace unos meses. Ahora está solo en casa, pero no del todo. Se apoya en los hijos, en los recuerdos, en las rutinas que dan sentido, y en los amigos que aún le quedan. "Ahora estoy en sus manos", dice con esa media sonrisa que no disimula del todo la tristeza.

Don Enrique ya no va a la rebotica. Antes, en todos los cafés había un cuarto reservado, "el lugar secreto de las fuerzas vivas", como él mismo dice. Ahora solo queda el palco del Central, donde conversa cada día con otros veteranos de Gijón, con don Manuel, con Alfredo, el médico traumatólogo, entre periódicos y silencios compartidos.

Don Enrique es del Madrid, aunque de joven jugaba al fútbol en campos de barro. Le brillan los ojos cuando se habla de goles imposibles y domingos de radios encendidas. Lo suyo es pasión antigua. Tampoco falta a su paseo por el muelle, siempre que el sol lo permite.

A media mañana, se pasa por el Central a tomar un vino tinto –"para el corazón"–, da otra vuelta, y si hace bueno, repite el paseo por la tarde. Si no, se queda en casa, frente a la ventana, con un libro o la televisión sin volumen.

Don Enrique fue ingeniero, de los buenos, de los que viajaron por medio mundo cuando volar era cosa de pocos. De eso queda poco ya. Lo dice sin dramatismo:

–Ahora eso pasó. Ahora estoy en manos de mis amigos.

A don Enrique, los años también le hacen daño, sobre todo en las piernas, que no le responden como antes. Se queja poco. Prefiere mirar el mar. O recordar aquel Gijón de su juventud, cuando estudiaba con los jesuitas, cuando la ciudad tenía otro ritmo, otro color.

–¿Y qué queda de todo aquello, don Enrique?, le pregunto un día cualquiera.

–Yo, don Manuel, ya no soy el mismo. Ya casi se me ha pasado tiempo de la vida.

Y en las palabras de don Enrique, hay melancolía, sí, pero también una aceptación serena, como quien se despide sin hacer ruido, dejando en cada paseo, en cada conversación de amigo, una estela suave de humanidad.

Gijón se moderniza, cambia, corre. Pero en el palco del Central, mientras quede don Enrique, seguirá un testigo del viejo Gijón y un buen amigo.

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