Opinión
El Sagrado Corazón en el pórtico, con Carlos y Crisanto
La mañana olía a humedad y a café barato en los alrededores de la Basílica del Sagrado Corazón. Las palomas picoteaban migas y los coches pasaban como si la vida fuese una carrera. Pero en el pórtico, bajo el arco que da a la calle Jovellanos, Carlos y Crisanto ya estaban en su escalón de siempre, con una garrafa entre las piernas y la conversación a medio arrancar.
–Hoy no va a llover, ya verás, dijo Crisanto, con la clarividencia que da dormir al raso.
–¿Y tú qué sabes? Si no tienes ni paraguas, le contestó Carlos, con esa mezcla de ironía y cariño que sólo tienen los que comparten frío y pan.
Y entonces ocurrió.
El Sagrado Corazón bajó del altar de la Basílica sin ruido, y recorrió la Basílica, mientras cuatro parroquianos adoraban al Santísimo. Llevaba el pecho ardiendo, como siempre, pero también una ternura que no se enseña ni en teología ni en catequesis. Una ternura que sólo se aprende al pie de la cruz… o de un banco de piedra con los que no pintan nada.
–Buenos días, compañeros, dijo con voz suave.
Carlos parpadeó.
–¿Tú quién eres? ¿Un cura nuevo?
–No. Aquí llevo viviendo cien años. Antiguo como el amor verdadero.
–¿Y vienes a echarnos la bronca?, preguntó Crisanto, apretando la botella por si venía la moralina.
–No. Vengo a sentarme.
Y se sentó.
Allí, entre ellos. Sin juicio, sin superioridad, sin prisa.
Durante un buen rato, hablaron de la vida, de lo que duele y de lo que aguanta, de las madres que ya no están, de las segundas oportunidades que nunca llegaron, y de lo bien que se duerme cuando alguien te trata como persona y no como un problema.
Carlos le ofreció un trago, medio en broma, medio en gesto de hospitalidad callejera.
–Gracias, dijo el Corazón. Pero con estar aquí, ya me he emborrachado un poco de vuestra verdad.
Y entonces Crisanto rompió en llanto. No el llanto de la pena, sino el de la dignidad que vuelve por un segundo. Como quien recuerda que, aunque haya caído, sigue teniendo nombre. Sigue siendo hijo. Sigue siendo alguien.
–¿Tú crees que aún hay perdón para nosotros?, susurró.
El Sagrado Corazón lo miró a los ojos.
–Amigo mío… si el buen ladrón se fue conmigo al Paraíso, ¿cómo no os voy a querer a vosotros, que sois buenos de los pies a la cabeza, aunque el vino os desvíe el paso?
Pasaron unos minutos en silencio.
Después, Jesús se levantó. Pero antes de irse, sacó de su túnica una servilleta arrugada con algo escrito y se la dejó a Carlos sobre la pierna. Decía:
"Nadie es su adicción. Nadie es su fracaso. Vosotros sois mis hermanos. Y os espero siempre".
Cuando se fue, nadie lo notó, ninguna campana sonó. Pero Carlos dejó la botella a un lado. Y Crisanto se santiguó por primera vez en años, mirando al cielo como quien vuelve a casa aunque siga en la calle.
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