Opinión

Bajo las aguas

Mi pasado es rural; Coballes, Prieres, Campiellos, por ahí andan mis orígenes. Nada nuevo bajo el sol: años 70, el pantano de Tanes y unos padres que se ven forzados a abandonar su casa y trabajo con cinco hijos, una abuela y un tío abuelo. Unos padres que se ven forzados a buscarse la vida en Xixón. Dejan atrás hogar, raíces y una forma de hablar que tratan de ocultar para que en la ciudad no se note mucho de dónde vienen. Se sienten orgullosos de que el pequeño, el que llegó con tan solo cinco años, hable tan fino, tan correcto. Las palabras en asturiano están bien para casa, pero fuera mejor que no. En el colegio hubo cero contacto con el que había sido el idioma de mis bisabuelos; como anécdota, aquel entrenador del equipo en el que jugaba que lo hablaba de forma cotidiana. En el instituto, nada a nivel académico, tan solo la nota discreta de David Guardado que iba (de esto me di cuenta con el tiempo) muy por delante en muchas cosas. La universidad fue una fuente de conflictos en una guerra de despachos entre Doña Carnal y Don Cuaresma de la que fui voluntariamente ajeno, como de tantas otras cosas en esa Facultad de Filología de finales de los ochenta y principios de los noventa.

En sus cuadernos, Rafael Chirbes dice que escribe novelas como "La buena letra", "Los disparos del cazador" o "Los viejos amigos" en una lengua (castellano) que no entenderían sus protagonistas hablantes de valenciano.

Entonces, hubo un momento, no sé muy bien cuándo, en el que comencé a pararme y a pensar. Leí a Berta Piñán y me fui a Paniceiros con Xuan Bello. Surgieron otras lecturas de Miguel Rojo, las conversaciones con Sofía Castañón, a la que también leo, pero de la que también aprendo boca a oreja. Llegué a Vanessa Gutiérrez, a Xuan Xoxé Sánchez Vicente, a Lourdes Álvarez y a los artículos que escribía Milio Rodríguez Cueto en este periódico o que sigue escribiendo Nel Morán, artículos que ya no me encontraba, sino que los buscaba. Así, volví a pararme y a pensar en qué hubiera pasado si a mi abuela (que tanto me quiso y a la que tanto quise) no le hubieran quitado durante muchos años su manera de hablar y, sobre todo, no la hubieran convencido de que hablaba mal. Qué hubiera sido de mí (asturianito medio) y de tantas personas como yo si hubiéramos tenido una relación normalizada con la lengua en la que se comunicaron nuestros antepasados. Qué hubiera pasado si simplemente hubiéramos sabido que hablar en asturiano no era hablar mal.

Mi pasado rural hoy descansa en el pantano de Tanes, bajo sus aguas. Quizá, cuando hoy abra el grifo, el agua que salga provenga de ese embalse en el que quedó sepultado un pueblo y también una lengua.

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