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Opinión | Crónicas de barrio

Entre bancos y esquinas: historias que piden atención

A las diez, la calle va sola y a la carrera. El mundo parece no esperar. La gente pasa sin mirar, cada uno con su peso invisible.

La señora Carmen está sentada en un banco. Pelo blanco, manos temblorosas sobre el bolso. Nadie se sienta a hablarle. Se inclina un poco, como protegiéndose de la indiferencia. Su soledad es dura. La ves y no hace ruido, pero duele. Cada gesto que hace es medido, como para no molestar. A veces cierra los ojos y suspira, esperando que alguien note que está ahí.

José camina cargado de bolsas. La chaqueta rota, los hombros encorvados. La mirada esquiva de los demás lo golpea más que el peso de las compras. Mantiene la dignidad a empujones, como quien sabe que nadie se la va a dar. A veces deja caer un hombro, cansado, y sigue andando.

Un niño escribe con tiza en el suelo. Traza líneas torcidas, se levanta, mira alrededor, espera un gesto. No llega. Sus manos y rodillas están sucias, pero lo que ensucia el polvo es lo que nadie le da: atención. Se sienta un momento, observa los árboles, vuelve a escribir.

En la esquina del Parchís, un hombre habla solo con su perro. Sus palabras se pierden en el aire. Los demás caminan, como si él no existiera. Es otra lepra que nadie nombra. A veces acaricia al perro, le habla bajito, y su mirada se suaviza.

Caminar despacio por el barrrio, permite ver. Cada puerta cerrada, cada mirada que esquiva, cada gesto mínimo que pide ayuda. Pero también hay esperanza: un “buenos días” que no se olvida, una mano que se ofrece, un gesto que devuelve humanidad.

El barrio no tiene remedio de golpe. Quienes miran, escuchan y se acercan hacen que valga la pena. Rescatar la dignidad de alguien es salvar un pedazo de nosotros mismos. Y cuando se logra, aunque sea un instante, el barrio parece menos duro, menos frío, más vivo.

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