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Opinión

Los humildes que sostienen nuestro barrio

Cada mañana de este otoño, el barrio despierta sin alardes. No hay discursos ni grandes gestas, pero el día se pone en marcha gracias a esa gente que sabe lo que tiene que hacer y lo hace sin ruido.

El cura de la Basílica abre la puerta temprano, a las ocho treinta, con la bufanda echada al cuello y el fresquillo otoñal aún en las manos. Enciende las velas, saluda al Santísimo y piensa, como siempre, que la fe también se demuestra en la puntualidad.

Telmo, el farmacéutico, empieza a las nueve treinta, levanta la persiana y acomoda las cajas, sabiendo de memoria los medicamentos de cada vecino.

La limpiadora del portal, Lidia, empezó a las siete, ahora, agachada, da brillo a los cristales con una paciencia que ni el cansancio apaga.

Jesús, El de la ONCE, a las siete quince, está en la caseta, junto a Correos, sonríe y saluda por el nombre, porque en el fondo sabe que su voz también da suerte.

Zaida, a las ocho, abre el bar de La Galería, ya tiene el café preparado para los madrugadores, y la cartera del barrio, Toñi, reparte cartas, a las doce, y noticias con paso firme.

La panadera, Conchi, saca el pan humeante, a las ocho de la mañana, con ese olor que despierta hasta a los más dormilones.

Angel, el del camión de limpieza pasa, a las diez, como un viento ordenado, y Juan, el frutero de la esquina, a las nueve, coloca la fruta, una a una, como si fueran piezas de un pequeño ritual diario.

Todos ellos, sin saberlo, sostienen el barrio. No hacen ruido, no buscan aplauso. Cumplen su tarea y están en lo que hacen, que es otra forma de rezar sin palabras.

Y cuando el día se cierra, uno entiende la vieja enseñanza: haz lo que debes, y está en lo que haces. En eso consiste sostener el barrio con humildad.

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