Rupert Murdoch gana sistemáticamente las elecciones que se libran en el Reino Unido. El pomposo nuevo laborismo no se hizo realidad hasta que el sensacionalista «The Sun» decidió apoyar a Tony Blair en 1997. En esta ocasión, los acorazados del editor australiano abonaban la causa del candidato conservador, pero con moderado entusiasmo. El último editorial del «Sunday Times» imploraba casi que «Cameron se merece una oportunidad». Este titular adivinó el estado de ánimo de lectores y electores. También resume a la perfección el desenlace de los primeros comicios del Reino Unido en 2010, porque la tibia victoria de la derecha abre la posibilidad a una segunda convocatoria conforme avance el año. Así ocurrió en 1974, la última oportunidad en que el veredicto de las urnas condujo a un Parlamento en suspenso, sin mayorías.

Cameron no gana del todo, por lo que tendrá que negociar su oportunidad. Es un clásico «posh» o pijo, que no supo encajar la contrariedad de su victoria insuficiente. En su primera declaración no se ciñó a celebrar sus resultados, sino que enfatizó la extinción del «mandato» de Brown. Los escasos precedentes explican la conmoción que la ausencia de una mayoría absoluta ha desatado en el Reino Unido. Sin embargo, la ventaja adquirida por los conservadores equivale al margen disfrutado por el PSOE en el Parlamento español, que controla sin excesivas apreturas. Para completar el paralelismo, conservadores y laboristas obtienen el mismo número de escaños que los componentes del bipartidismo hispano.

El tercero en discordia se ha hundido sin perder sus bazas. El papel arbitral de Nick Clegg en los debates entre Cameron y Brown debió emocionar a Rosa Díez, más dubitativa a la vista del resultado de tanta efervescencia. El líder de los liberales se declara «decepcionado», porque no comprendió que ejercía simplemente el papel de liebre en una carrera de larga distancia, trabajando para que los votantes se fijaran en las dos tortugas predeterminadas a ganar el campeonato. Los tres candidatos igualaron sus expectativas de voto mientras debatían frente a las cámaras.

Agotada la pirotecnia televisiva, se comprobó que la efervescencia desatada por Clegg se había disipado. Había contribuido a disparar la participación genérica, pero su enamoramiento sólo funcionó a corto plazo. Los votantes acaban amoldándose a sus adscripciones, por encima incluso de sus intereses. Como suele ocurrirles a las liebres en el mundo del atletismo, el sobreesfuerzo lastimó las expectativas de Clegg, con más virulencia que si hubiera mantenido durante toda la carrera un ritmo acorde con sus energías. Desde España se observa con perplejidad el malestar de los británicos por tener que depender de un partido bisagra. El derrotado impone su ley. Electoral, en este caso. El Reino Unido se instala en la campaña permanente.

Con su habitual escepticismo, los británicos se maravillaban de que hasta tres personas se disputaran el peor trabajo que cabe imaginar, la reorientación de un país en crisis. El gobernador del Banco de Inglaterra se liberó de la diplomacia al establecer que «el partido ganador quedará fuera del poder por una generación, ante la dureza de las medidas que tendrá que acometer». Entre las disposiciones impopulares destaca la subida de impuestos, que Gordon Brown ha situado en el cincuenta por ciento para grandes fortunas. También Merkel está incumpliendo su voluntad de aliviar la presión fiscal, tan jaleada en España por el PP. Rajoy es el único líder europeo que rebajará la carga impositiva. Hasta que gobierne.

En el peor de los casos, el Reino Unido ya sufrió la humillación imperial de entregarse a los designios del Fondo Monetario Internacional en 1976, cuando Cameron todavía no había cumplido 10 años. El jefe de filas conservador pertenece a la generación de Felipe de Borbón, y se ha instalado en los arrabales del poder a la misma edad que González, Aznar o Zapatero.

Para abrillantar su currículum de alumno privilegiado de Eton, el líder conservador puede esgrimir su trabajo en el Ministerio de Hacienda cuando George Soros asaltó la libra. Esa experiencia le resultará valiosa, ahora que Europa vuelve a llamarse Grecia, y pese a que los ingleses hablan de «viajar a Europa» como si se tratara de una entidad ajena. De hecho, la liebre Clegg deberá revisar si su fracaso está ligado a su condición exótica de defensor de la UE.

Con uno de cada cuatro votos, la liebre Clegg sólo ha obtenido uno de cada seis escaños. Es decir, el sistema electoral que los liberales desean modificar en profundidad adolece de las mismas distorsiones que el español. Pese a ello, la atomización de las circunscripciones del Reino Unido ha sido presentada a menudo como la panacea, por la pretendida relación de inmediatez entre los parlamentarios y sus representados. Los expertos españoles no han conseguido convencer a los británicos de la bondad del sistema allí vigente.