Barack Obama reclamó esta semana a la comunidad internacional unidad para coordinar las acciones que se tomen contra Gadafi. Quizá por eso, dejó muy claro que el de Libia no es un problema exclusivo de Estados Unidos, como sí lo es, por ejemplo, el de Bahrein o, con matices, el de Yemen. Fue suave y dijo «no sólo de Estados Unidos», aunque, para sus adentros, seguramente estaría pensando: que lo resuelvan ellos, los de la Unión Europea, que para eso le permitieron plantar la jaima en París, Roma y Madrid, y le recibieron con honores de jefe de Estado.

Mientras tanto, ellos, los de la UE, continúan haciendo patentes sus titubeos y su afasia, como ya ocurriera en los casos de las revueltas tunecina y egipcia, en las que Washington llevó la voz cantante. Sobre todo en la segunda, porque, en la primera, Francia, la antigua potencia colonial, cobró un innecesario y vergonzoso protagonismo cuando, pocos días antes de la huida del dictador Ben Ali, se dignó ofrecer ayuda a su decrépito régimen para frenar los disturbios.

Otra prueba más del deterioro que ha experimentado la política exterior francesa desde que el extremoso y novel Sarkozy la dirige. Bueno, él y su fiel ministra de Exteriores, Michèlle Alliot-Marie, cuya dimisión ya se da por hecha para pagar por el ventajoso trato que labró para sus padres en un reciente viaje de vacaciones a la antigua Cartago.

La respuesta europea a la revuelta libia, pero, sobre todo, a la amenaza de «morir matando» que Gadafi ya ha empezado a cumplir, no ha sido hasta ahora mucho más merecedora de crédito. A la UE no parece preocuparle tanto la democracia que exigen los libios como el éxodo de proporciones «bíblicas» -siempre esa palabra- que puede empezar a «manchar» sus costas en cuestión de días.

Eso y que en la avalancha de miles y miles de inmigrantes desembarque, camuflado, un nutrido grupo de terroristas de Al Qaeda.

No fue hasta el viernes que la Europa comunitaria logró pactar una batería de sanciones, y eso que ya antes había elevado el tono de sus críticas para condenar las «brutales y masivas violaciones de los derechos humanos» que tienen por escenario, desde hace una semana, el país norafricano. Para el ciudadano de a pie, ajeno a las componendas y la jerga diplomática de Bruselas, simple y llanamente un genocidio; y uno, además, ordenado por un tirano cuyas apariciones en televisión han empezado a ser tildadas de lisérgicas.

La secuencia está clara: cuando se empieza por las armas ligeras para reprimir un levantamiento, no queda otra que seguir subiendo la apuesta: artillería ligera, artillería pesada y luego bombardeos aéreos o desde barcos.

¿Qué hacer ahora? Estados Unidos y la UE anunciaron el viernes, cada uno por su lado, las medidas de castigo que se suelen tomar en estos casos: embargo armamentístico, congelación de bienes y prohibición de visados. También se ha presentado un borrador de resolución ante el Consejo de Seguridad de la ONU, pero no es improbable que la votación se deje para la semana que viene.

En este caso, el paquete de sanciones propuesto queda como sigue: embargo internacional de armas, medidas punitivas en el terreno económico y, con suerte, una petición dirigida a la Corte Penal Internacional para que procese al sátrapa y a sus secuaces, si no se suicidan antes, por crímenes contra la humanidad. Eso es lo que quieren Francia y el Reino Unido, y Estados Unidos no le hace ascos tampoco a un plan de asistencia humanitaria para socorrer a la población.

Sin embargo, nadie habla de intervención militar, salvo que sea para descartarla, como hizo el jueves el secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen. Es la más remota de las opciones, pero debiera ser contemplada, al menos como amenaza. Gadafi se ha atrincherado en Trípoli y, pese a las defecciones en el Ejército, tiene a su disposición, dicen, miles de mercenarios. Si los mandos castrenses que aún le son leales no cambian de bando y terminan con él, la capital libia será otra «ciudad mártir» que defenderán los fieles al coronel e intentarán tomar los insurrectos y los militares que ya han desertado y se han unido a la revuelta. Y, aun con golpe militar, el baño de sangre es seguro, lo que preocupa a todos, pero a nadie tanto como a la UE, que es la que más ha contemporizado con el tirano y depende de las fuentes energéticas que éste aún dice controlar.

Fueron los europeos los que lideraron el proceso de reconciliación con el antiguo estado «fallido» y terrorista que Ronald Reagan mandó bombardear en 1986. Estados Unidos sólo restableció relaciones diplomáticas con Trípoli en 2006, una vez que el régimen abjuró del terrorismo y las armas de destrucción masiva, y además no tiene intereses vitales en ese país. Dos años antes, empero, Gadafi y el entonces primer ministro británico, Tony Blair, ya habían escenificado su amistad bajo la famosa jaima, y después de eso el dictador libio se ha paseado con sus vírgenes y su excéntrica indumentaria por medio continente, llegando a conseguir en 2009 que el único condenado por el atentado de Lockerbie, Abdelbaset Ali Mohamed Al Megrahi, fuera excarcelado por el Gobierno escocés y trasladado a Libia en atención a su precario estado de salud.

La dependencia energética de Libia y el consiguiente cortejo a su dictador tiene su principal exponente en Italia, la antigua potencia colonial, que, no por casualidad, es el país de la UE que más teme ahora la llegada de una avalancha de refugiados libios. Gadafi y Silvio Berlusconi ya mantenían una cordial relación antes de que en 2008 firmaran un sustancioso tratado de asociación y cooperación. En teoría, la rúbrica sirvió para cerrar las viejas heridas de la colonización, pero, en la práctica, significó mucho más: acuerdos militares, cierre de la costa libia a la inmigración ilegal, participación de Trípoli en empresas italianas y, sobre todo, negocios bilaterales por valor de más de 30.000 millones de euros anuales en sectores como los del petróleo, el gas, las infraestructuras, la construcción y el motor.

Por todo ello, Berlusconi fue elegido esta semana por sus socios de la UE para hacer una llamada a Gadafi y pedirle que cesara su brutal campaña de represión. «Il Cavaliere» telefoneó el martes al coronel y «quedó impresionado por la violencia verbal» de su interlocutor, que le acusó de estar proporcionando armas a los rebeldes. Entonces, el primer ministro italiano, que tantos chistes machistas habrá compartido con el líder libio bajo la jaima, recapacitó y advirtió a sus colaboradores: «Debemos tener cuidado con Gadafi, es un loco».