En una de las carreteras de acceso me encuentro con un letrero deteriorado y sus caracteres casi borrados indicaron algun día el centro de la ciudad. Hoy habría que escribir el "centro del infierno". A medida que uno se va acercando a lo que se considera el corazón de la urbe, el caos se hace insoportable: los tap-tap (taxi), los "machine" (coches más grandes), las "guaguas" (buses", los todoterrenos, las tanquetas,"comandos" de la UN la ONU), y los grandes camiones transportando materiales salen de cualquier esquina, encrucijada y lugar más insospechado. Los claxons se hacen ensordecedores y el aire irrespirable.

Nadie respeta ni la derecha, ni la izquierda ni el centro de la calzada y el lema es de sálvese quien pueda. Cientos de toneladas de basura se amontonan por todas partes, las cunetas maloientes tienen hasta tres metros de profundas y son un peligro constante. La gente es un hormiguero humano que deambula de un lado para otro, mientras en las orillas los más osados establecen puestos de mercado y dan voces para vender sus productos. Para colmo, algún enajenado se ha vestido de policía y dirige la circulación entorpeciendo aun más el tráfico. Los escombros del terremoto se ven por todas partes y las grietas de los edificios que aun se mantienen en pie se abren como profundas heridas en muros y paredes. El palacio presidencial muestra el aspecto de un inmueble bombardeado y se arrodilla dentro de los jardines que muestran un verde profundo. De la catredral no ha quedado piedra sobre piedra.

Es un espectáculo dantesco que se acrecienta cuando se contempla a una mujer joven y de rodillas rogando con los brazos abiertos allí donde estuvo el sagrario. Busca la esperanza y una luz. No quiso foto pero recuerdo sus lagrimas recorriendo las mejillas de un ébano hermoso. Alguien se me acerca y pide limosna con una niña inválida en los brazos. Fritz, compañero de fatigas de Mensajeros de la paz, se detiene en un campamento donde se amontonan cientos de tiendas levantadas por alguna ONG. En una de ellas vive Manolín. Es un ahijado del padre Ángel que nació después del terremoto. Su joven madre sa abraza a nosotros cuando nos ve. Una tragedia familiar hizo que el buen sacerdote le diera cobijo y lleve ahora el nombre de Manuel Angel.

Esta mañana lluviosa, como todas, he ido en busca del calor humano. Hombres y mujeres en carne viva. No he necesitado ni de Beatrice ni de Dante para bajar a los infiernos. Están aquí. Ángeles y demonios –como la vida misma- por todas partes.