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Jugar con fuego

Explicar el triunfo de Trump resulta clave para entender lo que pasa en la política de las democracias avanzadas

Donald Trump. REUTERS

Será la quinta vez que ocurra en Estados Unidos que el candidato más votado no alcanza la Casa Blanca. La anterior fue en el año 2000, recordado por la confusión que rodeó el escrutinio de Florida. En esta ocasión, Hillary Clinton ha obtenido el mayor número de votos entre los ciudadanos de aquel país que han ejercido el derecho de sufragio, pero el presidente será Donald Trump. La paradoja produce un efecto contrario a la regla de mayoría, un principio democrático básico, y no debería darse nunca en unas elecciones. En el caso que nos ocupa, la causa de esta anomalía inaceptable es el Colegio Electoral y, en concreto, la parte de su composición equivalente al Senado, que no guarda relación alguna con la población de cada estado. Se han presentado cientos de propuestas para su reforma o supresión, pero sin éxito. Clinton abogó por la elección directa del presidente cuando Al Gore se vio en similares circunstancias y también hay registradas críticas de Trump a la fórmula indirecta. Todas las iniciativas dirigidas a evitar que el Colegio Electoral pueda desfigurar el voto de los ciudadanos han tropezado precisamente en el Senado, donde los estados menos poblados del interior, de signo republicano, se esfuerzan en mantener la capacidad de influencia que les concedieron los padres fundadores.

El hecho tiene interés porque si entre la mayoría de votos conseguida por Clinton y la presidencia no se interpusiera el Colegio Electoral, la vida política seguiría hoy en el mundo un curso muy diferente. Y, además, es probable que el resultado de las elecciones fuera sometido a otra lectura. Trump ha llegado a la presidencia gracias al voto republicano, que recibió en un número similar al de los candidatos que le precedieron, Romney y McCain, ambos derrotados. El voto demócrata, por el contrario, no ha sido tan estable. Clinton ha tenido el apoyo de diez millones de votantes menos que Obama en su primera elección. Una parte importante de estos pertenece a las minorías, sobre todo de color, y esta vez no acudió a votar. La pérdida de votos de los demócratas ha sido constante desde 2008 y aún así, a pesar de verse superada en los estados que bordean los grandes lagos, Pensilvania y Florida, en varios de ellos por apenas un punto de diferencia, Clinton ha sido la más votada. Téngase en cuenta, por último, que desde la segunda guerra mundial ha sido habitual que los presidentes disfrutaran de un segundo mandato y que, una vez agotado éste, los votantes optaran por cambiar de ciclo político y elegir al candidato de otro partido. Esta norma no escrita sólo se incumplió cuando en 1988 fue elegido el mayor de los Bush para relevar a Reagan, siendo los dos republicanos.

Así pues, éstas eran de inicio unas elecciones poco favorables para Clinton, que para colmo concitaba un amplio rechazo entre los demócratas más izquierdistas. No obstante, una vez la convención republicana nominó a Trump, su victoria se dio por segura. Hillary, sólida y previsible, era cuando menos el mal menor. Frente a ella, Trump, sin experiencia política, ni programa, ni valores democráticos, rechazado por sectores de su propio partido, parecía un estrafalario animador de campaña más que un candidato con posibilidades de disputar la elección.

Aquí comienza para los analistas el reto nada fácil de explicar su triunfo. La cuestión es decisiva para comprender lo que está pasando en la política de las democracias avanzadas. Los ciudadanos de Estados Unidos, con una carambola del Colegio Electoral por medio, pondrán el poder ejecutivo de su país, el gran poder mundial, en manos de alguien que desconoce la política, se burla de la democracia con desprecio y ha sumido tanto la política nacional de su país como la exterior en una gran inquietud. Si Trump es el populismo, o su última versión, la conclusión es obvia: el populismo ha llegado al poder y lo ha hecho alcanzando la cima. Los únicos antecedentes que se le pueden comparar, pero en forma de miniatura, son la ascensión de Berlusconi en 1994 sobre las ruinas de la República italiana y la participación de partidos antisistema en coaliciones de gobierno de varios países europeos.

Es hora de poner la atención, no en Trump y los líderes populistas que dan espectáculo en televisión, sino sobre sus votantes y la razón que los empuja a darle su apoyo. ¿Votan a Trump porque reformar el sistema político que les trata mal se ha convertido en su prioridad máxima y ya no ven otra manera de lograrlo que haciendo que salte por los aires, en la confianza de volver después a una vida política civilizada, o el problema es que definitivamente ya no les importa lo que pase con la democracia? Esta pregunta es obligada, visto el premio que los americanos han otorgado a Trump por su actuación en la campaña electoral. Un 40% de los encuestados declaró a la salida de los lugares de votación que por encima de todo deseaba un cambio, y de estos el 83% confesó que acababa de votar a Trump. El dato no tranquiliza del todo. Trump será presidente gracias a que se impuso entre los votantes con una cultura política menos sofisticada. El voto de los ciudadanos es inapelable, pero ha habido elecciones cuyos votantes han tenido que lamentar durante toda su vida el error cometido con su decisión.

Las sociedades democráticas están cada vez más polarizadas y la política vuelve a ser terreno de batalla. Los líderes populistas europeos han saludado con gesto de victoria el éxito de Trump. ¿Podemos imaginar que los italianos rechacen la reforma constitucional en el referéndum del 4 de diciembre o que Le Pen gane las presidenciales de abril en Francia? En España, el PP y el PSOE resisten, por el momento mejor el primero que el segundo, ante la beligerancia de los nuevos partidos. El 26 de junio pasado los electores contuvieron la acometida del populismo de izquierdas. Pero, ¿hasta cuándo nuestro país va a ser una excepción en Europa? El voto de Trump guarda el secreto del peligro que nos acecha.

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