La astucia de Theresa May es innata y por si esto fuera poco, forjada y cultivada entre los vetustos muros del St.Hugh College de Oxford. La primera ministra británica convocó ayer elecciones generales, casi por sorpresa, (en las redes sociales los comentarios vaticinaban desde hace días un anuncio importante), en el culmen de su popularidad, cuando las encuestas le dan 20 espectaculares puntos de ventaja sobre los laboristas y en un momento en el que cualquier golpe de efecto desconcierta aún más a los dirigentes europeos que pretenden, sin demasiado convencimiento, hacer pagar al Reino Unido una alta factura por ese "Brexit" lleno de incertidumbres, al que restan largos años de negociaciones.

May eligió para el solemne anuncio un vestido de rayas diplomáticas (cruce entre los trabajos de Emanuel, que tanto gustaban a la difunta lady Di y el Felipe Varela menos inspirado), obra de Daniel Blake, diseñador británico independiente, con fama de refinado y caro, que trabaja por encargo en su taller londinense desde 2003 y que es uno de los favoritos de la mandataria, casi tan loca por la moda como por el poder.

El fetichismo de May con sus atuendos llega al punto de que en los últimos años su "traje de la suerte" ha sido un conjunto en tartán negro de Vivienne Westwood, creadora de la estética punk, antítesis del conservadurismo de May, que ha llevado varias veces y que se puso cuando comunicó sus planes para el "Brexit" el pasado enero.

Unos pendientes de perlas (que seguramente serán australianas), el carmín rojo (como mínimo de Boots) y los consabidos zapatos de leopardo de L.K. Bennett añadieron el toque sofisticado al aspecto de la líder conservadora, que en sus ratos libres también se dedica a promocionar a jóvenes talentos de la moda, eso sí, de pedigrí "very british". Lo que ya habría sido todo un puntazo es que la señora May hubiera comparecido ante la puerta negra de Downing Street vestida por John Galliano, ya saben, Juan Carlos Antonio Galliano-Guillén, de padre "llanito" gibraltareño y madre andaluza.

El gesto habría sido de lo más simbólico, sobre todo teniendo en cuenta que con esa seguridad intimidante que la caracteriza, May anuncia adelanta los comicios al domingo 8 de junio, el mismo fin de semana en el que está prevista la visita del Rey de España y su esposa a la corte de San Jaime. Theresa evita así abordar, aunque sea de manera indirecta, el escabroso asunto del futuro del Peñón, el mismo que los británicos miman, conservan y amplían, tal vez acudiendo a la magia del mago Merlin, desde la firma del Tratado de Utrecht en 1713, un acuerdo de paz que cambió la fisonomía política de Europa mucho más de lo que lo haría la Unión Europea más de dos siglos más tarde.

El caso es que, a falta de más detalles, da la impresión de que ese viaje de Felipe a su abuela lejana Lilibeth está, cuando menos, algo gafado. La gira británica, en principio programada entre el seis y el ocho de junio, en el año en que se celebra el Jubileo de Zafiro de Isabel II, estaba llamada a ser la primera visita de Estado al Reino Unido en más de 30 años. Ya estuvo prevista en marzo de 2016 y un mes antes quedó pospuesta, por iniciativa del Ejecutivo español, debido al proceso de formación del nuevo Gobierno. El desplazamiento oficial regio a Londres tuvo lugar en abril de 1986, cuando Juan Carlos I fue investido doctor "honoris causa" en Derecho Civil por la Universidad de Oxford y recibió el collar de su antepasada la Reina Victoria. Eran otros tiempos.