Con la mente en paz y un largo e imposible camino de puntiagudas espinas a su espalda, a sus 95 años, Edith Roth, sentada en su kibutz Nitzanim, da un testimonio a la vez sosegado y estremecedor de su infravida en los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau y Bergen-Belsen. Su adolescencia fue una huida permanente para salir al final milagrosamente airosa gracias a una astucia increíble de la muerte segura que le tenían preparada monstruos como el doctor Mengele y otros especímenes, empeñados en conducirla a las cámaras de gas de cuyas chimeneas veía con horror salir el humo negro de los cuerpos de sus padres y de otros muchos judíos quemados vivos por el delirio nazi. Roth es la narradora en la primera novela de su nieta Meirav Kampeas-Riess (Israel, 1977), que acaba de publicar "El pequeño libro de los grandes valores" (Alienta), para ensalzar referentes morales dolorosamente perdidos y remover conciencias.

Europa miró para otro lado durante el Holocausto, de la misma forma que lo hace ahora con los refugiados que huyen despavoridos del infierno de sus países en conflicto, lamenta Meirav tras explicar la singular conexión afectiva que siempre ha tenido con su abuela. Acompañada de sus hijos Yoel y Uriel, de 12 y 7 años, que esperan impacientes regresar como cada verano al kibutz en el que creció feliz su madre, profesora de Hebreo en el único colegio judío de Madrid, el Ibn Gabirol, Meirav llegó a España en 2001 junto a su exmarido tras ver cómo un autobús lleno de niños volaba por los aires en un atentado en la portuaria ciudad de Haifa. Licenciada en Educación Especial, se puso a vender helados hasta encontrar plaza en el colegio para enseñar su lengua a los más pequeños y mostrar la importancia de la memoria, la historia y la educación en la lucha contra la intolerancia.

Descendiente de judíos sefardíes por parte de madre y asquenazi por vía paterna, Meirav huye de cualquier fanatismo religioso y relata la vida de su abuela sin rencor con el firme propósito educativo de explicar lo ocurrido a millones de judíos víctimas del terror nazi durante la II Guerra Mundial.

Edith Roth, la abuela de Meirav, vivía feliz en Selish, una ciudad situada entre Hungría y la antigua Checoslovaquia que durante la II Guerra Mundial fue invadida primero por los húngaros y después por los nazis para ser posteriormente anexionada a Eslovaquia y pertenecer hoy, con el nombre de Vinogradov, a Ucrania. "Mi bisabuelo combatió en la I Guerra Mundial junto al Ejército húngaro y de un día para otro dejó de ser un compañero de batalla para convertirse en un judío odioso y despreciable", rememora al referirse a la invasión húngara de Selish que marcó para siempre la vida de los judíos allí residentes.

"En aquel momento dejó de brillar el sol para nosotros en Selish", le cuenta Edith a su nieta. El bisabuelo de Meirav envió entonces a sus tres hijos a Budapest, pero Edith, la única niña, regresó pronto para acompañar a su madre, que no soportaba la soledad sin sus hijos, y le tocó vivir con terror la invasión nazi de la ciudad en 1944, el aislamiento durante más de un año en su propia casa y el envío a un gueto judío. "Ella recuerda cómo les obligaron a llevar la estrella amarilla bien visible" para que todo el mundo conociera su condición judía.

Pero lo peor estaba por llegar, avanza Meirav emocionada al recordar cómo toda la familia de su abuela fue enviada como el ganado en un tren de mercancías al tétrico campo de concentración de Auschwitz. "Pasaron tres días sin saber adónde iban, hambrientos, sin agua y amontonados unos sobre otros", relata. Edith nunca más volvió a ver a sus padres, que fallecieron asfixiados en la cámara de gas. Se quedó por primera vez sola con apenas 16 años y se aferró entonces a su prima, también prisionera de los nazis, que falleció en sus brazos un día antes de la liberación de los campos de concentración en abril de 1945.

"Fue terrible descubrir que el humo que salía por las chimeneas no era para hacer la comida sino de las personas a las que estaban quemando", relata Edith a su nieta sin dejar de referirse al sádico doctor Mengele, que decidía con una batuta quién iba a vivir o morir cada día. Tras pasar tres veces por la criba del médico y salvarse, a la cuarta le tocó estar en la fila de los muertos. "Sin saber de dónde sacó fuerzas para atreverse a tanto, decidió saltar al otro lado sin que nadie se diese cuenta y salvar la vida uva vez más", celebra orgullosa Meirav.

Poco después, en enero de 1945, a medida que el Reich iba perdiendo la guerra, enviaron a los judíos de Auschwitz en una penosa caminata que dejaba detrás de sí un reguero de muerte a Bergen-Belsen. "Muchos no podían más y se quedaban en las cunetas", lamenta. Tres meses después llegó al fin la gran noticia de su liberación por unos alucinados soldados británicos que no daban crédito al espanto ofrecido por unos supervivientes moribundos incapaces de creer que aquella pesadilla de terror podría acabar algún día. "Mucha gente sabía lo que pasaba en esos campos de concentración, pero miraron para otro lado como hacemos ahora con los refugiados", denuncia Meirav, convencida de que la indiferencia ante las injusticias es el germen de toda barbarie.

"Mi abuela está fantástica", asegura, "pero aún no ha leído el libro porque está publicado sólo en español". Edith, tras un feliz y nunca esperado reencuentro con sus dos hermanos en Budapest, viajó a Italia y se subió sin dudarlo, pese a las amenazas en contra, a un barco con un grupo de jóvenes para llegar a Israel y fundar el kibutz en el que aún reside. "Los soldados británicos no les dejaron desembarcar durante un par de semanas, pero al final lo consiguieron lanzando un definitivo y desafiante mensaje: "Hemos sobrevivido a Hitler. La muerte no nos es ajena. Nada nos impedirá entrar en nuestra patria". Y entraron para dar testimonio de hasta dónde puede llegar la barbarie humana en su desvarío.