París en llamas, Europa en lágrimas. Los acólitos de Hitler tuvieron que esforzarse para que el Führer no llevara adelante su plan de arrasar con la capital parisina y reconvertirla a la estética nazi. Casi un siglo más tarde, Notre Dame arde por sí sola, una hoguera sin más causa aparente que el descuido de técnicos que la consideraban condenada a la eternidad en cuerpo y alma. Entre las lenguas de fuego, la mirada se dirige a las dos cláusulas inevitables de la era postpopulista, los turistas y los tuits. Sanos y salvos los primeros, insípidos los manifiestos abreviados. Es Macron, más culto que sus colegas, quien alude a la corporeidad del templo, a su capacidad de vertebrar por encima de la religión que lo justifica. Una catedral también puede morir.

Europa volvía a ser sexy a un mes de las elecciones, pero esta derrota de París a domicilio devuelve la desolación a quienes todavía practican la segunda religión con un mayor retroceso entre sus feligreses. París ha vivido el asedio multiplicado por veinte de los chalecos amarillos, que le reprochan precisamente el carácter imperial sintetizado en los arbotantes gordinflones de Notre Dame. La capital francesa restauraba los desperfectos de los manifestantes en la estatuaria del Arco del Triunfo, y ahora se le quema el tuétano. De repente, Europa parece reducida a cenizas.

Arde París, la identidad es así de frágil. La autocombustión empuja a la autocompasión. La alcaldesa Anne Hidalgo había remontado en el aprecio de sus ciudadanos, y ahora padecerá el síndrome del incendio, la búsqueda encarnizada de responsabilidades. La aguja o flèche emplomada de la catedral recordaba una torre Eiffel a dieta. El fuego irresponsable esparcirá a los chalecos amarillos en desbandada, al igual que el 11S acabó con los terrorismos precedentes. Porque puede levantar la mano quien no pensó con peliaguda insistencia en Osama bin Laden.