Donald Trump se ha pasado cuatro años pegando martillazos a una estatua con un bate de béisbol y ahora, la estatua, finalmente se ha roto. El país se sintió el miércoles políticamente vulnerable como nunca en la historia reciente con el asalto al Capitolio -instigado por el propio presidente- de cientos de sus seguidores, que camparon por el coliseo de su democracia como debieron campar los bárbaros por las aldeas medievales tras superar las defensas locales. Desde entonces los acontecimientos se precipitan.

Esa misma madrugada el Congreso certificó finalmente la victoria de Biden, no sin la objeción de más de 120 republicanos a la limpieza del resultado. Se debate un nuevo 'impeachment' para inhabilitar a Trump de por vida en el ejercicio de cargos públicos. Hay conversaciones en su propio gabinete para invocar la Enmienda 25 y apartarlo inmediatamente del poder. Los aliados, facilitadores, aduladores y otras criaturas del Partido Republicano le dan la espalda y dimiten aquellos a los que dio de comer. Todos ellos, claro está, moralmente indignados. La última, la secretaria de Educación, Betsy de Vos.

Y a menos de dos semanas de su despedida, el Departamento de Justicia pone a cientos de investigadores a identificar a los asaltantes del Capitolio, mientras se presentan los primeros cargos contra medio centenar de ellos. No serán las últimos. La cosa parece ir en serio y no se descarta el cargo de sedición, punible con hasta 20 años de cárcel, según sugirió el jueves el fiscal al frente de Distrito de Columbia, Michael Sherwin. Todo apunta además, según los expertos, que el nombre de Trump, sus hijos o su abogado Rudy Giuliani figurará prominentemente en las demandas del ministerio fiscal como presuntos instigadores. Por no hablar de las que llegarán después de que abandone la Casa Blanca.

Es probable que algunas de estas cosas expliquen porque este jueves, más de 24 horas después del asalto, de la incitación del mitin de la mañana y de 10 semanas propagando la falacia del fraude, Trump haya aceptado finalmente la realidad. En un vídeo de menos de tres minutos, a solo 13 días del final de su presidencia, admite por primera vez su inevitable salida del cargo y el cambio de guardia en la Casa Blanca. "Ahora el Congreso ha certificado el resultado. El 20 de enero tomará posesión una nueva Administración. Mi foco ahora se centra en asegurar una transición de poder suave, ordenada y sin interrupciones", afirma en la grabación. "Este momento llama a curar heridas y a la reconciliación".

El discurso no es un discurso de concesión de la derrota. No hay ganadores ni vencedores, ni siquiera menciona el nombre de Joe Biden, pero sí una admisión de que la fiesta se ha acabado, pronunciada con pertinente cinismo que exigen el sinfín de amenazas que se ciernen sobre su futuro inmediato. Trump describe el asalto al Capitolio como "un ataque atroz" y promete mano dura contra los vándalos que lo perpetraron, esos seguidores suyos a los que llamó la víspera "grandes patriotas" y "gente especial", tras haberles pedido explícitamente que marcharan hasta el Congreso ("tenéis que demostrar fuerza, tenéis que ser fuertes").

"A aquellos que se infiltraron en el Capitolio: habéis desacrado la sede de la democracia. A aquellos que se enzarza en actos de violencia y destrucción: no representáis a nuestro país. Y aquellos que volasteis la ley: lo pagaréis", dijo anoche. Trump leyó la alocución desde el teleprompter, claramente redactada por sus asesores y después de rendirse de forma reticente a las presiones de su jefe de gabinete, su consejero legal y su familia, según fuentes del 'Washington Post'. El rey se está quedando desnudo y empieza a darse cuenta. Es hora de salvar las joyas.