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Guerra en Ucrania

La invasión de Putin | "Hijo, mándame un chaleco antibalas"

Familiares de combatientes contra Rusia organizan una enorme y discreta cadena de envíos de pertrechos y material defensivo

En su despacho del hospital Isabel Zendal de Madrid, Roman Zaitsev embala cascos y ropa militar para su envío a Ucrania.

La noche en que recibió el último pedido del lote, Iván Geshko, ucraniano de 29 años, desplegó sobre su cama el resultado de su búsqueda por Amazon y tiendas de militaria. Encima de la colcha florida de su dormitorio esperaban a ser empaquetados un chaleco antibalas negro, unos guantes, unas rodilleras de plástico y una muda térmica del mismo color.

Le hizo una foto al conjunto para avisar a su padre, y todo lo envolvió con cuidado. Y esa fue la primera vez que Iván, camarero en restaurantes familiares del este de Madrid, enviaba un alijo de material defensivo a la guerra de Ucrania.

"Hijo, mándame un chaleco antibalas"

"Hijo, mándame un chaleco antibalas" José Luis Roca

Era el momento inicial de lo que se ha convertido en una febril, enorme y discreta colecta de ayuda. El destinatario de aquel primer envío fue su padre, Vitaliy, inmigrante y profesor de gimnasia de 59 años que el mismo 24 de febrero, mientras penetraban los blindados rusos buscando Kiev, había decidido dejar Madrid para alistarse contra la invasión. En marzo, cuando le llegaron el chaleco y las coderas que no tenía, Vitaliy le envió al hijo una foto ataviado con el regalo; se le ve contento.

La misma mañana del 24 de febrero, Roman Zaitsev, de 34 años, tuvo un momento de shock en su casa, en la periferia madrileña. Al amanecer le había despertado Vasili, su padre, electricista de 58 años, con una llamada nerviosa: “Hijo, ha pasado lo que esperábamos: ha empezado la guerra”.

Vasili Zaitsev pidió a Norman unos billetes de avión para Cracovia. Cuarenta y ocho horas después estaba en un punto boscoso del frente y con un kalashnikov al hombro.

De estos dos hijos de combatientes ha nacido una de las más importantes cadenas de solidaridad con el territorio más torturado de Europa. Poco a poco han ido sumando gente en Unidos con Ucrania, una oenegé que en un mes de vida ya ha coordinado 150 envíos de ayuda en furgones, camiones y trenes. Eso implica 2.831 palés, más de 687 toneladas de pañales, pilas, vendas, comida, fármacos, jabón… y no solo eso.

Parar una bala rusa

En un despacho de los muelles del enorme Hospital Isabel Zendal de Madrid, Roman golpea con la palma de la mano un casco verde militar. “Esto es kevlar. Puede parar una bala rusa. Nos los donan exmilitares de todas partes”, dice. Sobre una mesa adyacente, varias botas Magnum esperan a entrar en cajas de cartón junto a uniformes de combate nuevos y usados, mochilas, guantes, cascos y los chalecos antibalas que puedan reunir.

Esta es el contenido más especial de los palés que se alinean en los almacenes, una gran cantidad de donaciones de familias, ayuntamientos, empresas… que han ido sacando con ayuda de la Comunidad de Madrid, la embajada de Ucrania, la ferroviaria Comfersa y la transportista TXT… Y más: Roman guarda en el móvil teléfonos de 200 empresas que les han echado una mano.

Últimos preparativos antes de la partida de un trailer de ayuda para Ucrania. José Luis Roca

Ahora hay para 25 camiones más, y andan buscando ayuda porque poner un camión en Ucrania cuesta 3.500 euros de gasoil y otros gastos, al precio de estos tiempos de guerra.

Viajan en los palés auténticos tesoros para los vecinos de una ciudad bombardeada: baterías recargables, barritas energéticas, benditas cajas de café, calóricas raciones de combate 1-7.3, analgésicos, útiles para cortar hemorragias…  y muchos productos de higiene. “El jabón es importante –comenta Roman-. La gente allí necesita de todo: cuando te vuelan tu casa te quedas con absolutamente nada; no tienes almohada, no tienes gafas, no tienes cuchara, no tienes cepillo de dientes…”.

Sin dormir

Este nervioso gestor ha perdido la cuenta de las noches que no duerme enteras. Dejó su empleo de gerente de logística de unos supermercados porque Unidos Con Ucrania fue creciendo. “Cuando mi padre se fue, me planteé cómo podía ayudar, y creo que haciendo lo que sé hacer”, relata.

Su compañero Iván acude al almacén del Isabel Zendal cada vez que puede escaparse de la barra, para afanarse con otros amigos de la colonia ucraniana en el discreto hormigueo entre alimentos, medicinas y pertrechos.

Iván Geshko en su coche. Cuando puede escaparse de su trabajo en el bar, acude al almacén de pertrechos. José Luis Roca

Iván busca en el ordenador el precio de un DJI Mavic 3. O sea, un dron de 15 kilómetros de autonomía y 46 minutos de vuelo. Su padre no pedía nada. Decía que estaba bien. Un día, tras insistirle mucho en que no se privara de pedir lo que necesitara, Vitaliy se animó a decirle: “Hijo, mándame un chaleco antibalas si encuentras”. Y eso es, en cierto modo, el espíritu del punto III de los estatutos de su asociación: “Compra y envío de material de seguridad, protección y defensa al ejército ucraniano”.

En un punto de la frontera con Polonia, furgonetas fletadas por Roman y su gente se hacen el boca a boca con furgones que entrarán en zona de guerra. La carga que ha ido reuniendo la indignada y activa comunidad ucraniana en España se repartirá por el país en una capilaridad peligrosa. Nunca van en convoy, sino “en araña”, explica Roman, para evitar el oteo aéreo ruso.

Vagones de tren enviados desde esta punta de Europa han llegado hasta la golpeada Kherson, y cajas embaladas en Madrid, Málaga, Zaragoza, Almería… han sido abiertas en Odesa, en Kharkiv y en Bucha. En esa ciudad martirizada, las autoridades devolvieron parte de la carga: los pañales y potitos. “No hay niños aquí: están muertos o están fuera”, les explicaron.

Nueva vida en la carretera

Desde hace un año, Oleksandr, chófer voluntario, guarda en su móvil como una reliquia el vídeo que grabó en el Arco Iris, el parquecillo que el Ayuntamiento de Mariúpol había adecentado ante la puerta del Teatro Dramático.

Era un día feliz. En las imágenes, Violeta patina sobre su skate ante parterres de flores, hasta la explanada en la que los vecinos escribieron “AETN” (Niños) en letras cirílicas visibles desde el aire, buscando en vano piedad en los misiles.

El sitio por el que paseaban Oleksandr y su hija es el mismo lugar en el que, el 16 de marzo, un bombardeo mató a 300 personas.

En esa porción de píxeles de la fotogalería de su móvil, Oleksandr, donbasiano de Donetsk, tiene congelada la última primavera en paz de su vida. El pasado lunes se lo enseñaba a Vitali, su compañero de viaje en la ruta a Ucrania, en la cabina del trailer con el que salieron del hospital Zendal, y que se unió a otros trailers que la noche siguiente partieron de Zaragoza.

El feliz vídeo de Oleksandr contrasta duramente con el esqueleto renegrido de Mariúpol, la tétrica escombrera que ocupan ahora las tropas rusas. Muerte, putrefacción y osificación de una urbe junto al mar.

Roman Zaitsev tiene en el teléfono 200 referencias de empresas que les han echado una mano. José Luis Roca

Ahora, metido en el camión, a 80 por hora por Europa, Oleksandr va dejando atrás su pasado. “Yo tenía una vida diferente, pero todo cambió el 24 de febrero”, cuenta con tristeza. En su relato no habla de rusos, sino de “orcos”. Así, “los orcos entraron en mi pueblo y mataron a mucha gente. Saquearon todo lo que pudieron, las lavadoras… hasta la tarima del suelo se llevaban”.

Oleksandr vivió unos buenos 14 años en Volnovakha, localidad residencial de la periferia de Mariúpol. Tenía una carnicería, ahora reventada. Y un chalé “que me construí y en el que solo pude vivir tres años”, cuenta.

Su esposa y su hija forman parte de la riada de refugiados. Y él conduce rememorando los juegos con su golden retriever, los paseos con Violeta, las cenas en familia, salir con la bicicleta por la costa… Todo eso se quedó entre los escombros.

Putin es el Hitler del siglo XXI, pero con bomba nuclear - denuncia mientras conduce-. Rusia chantajea al mundo... Esta guerra no tiene sentido. La gente muere sin sentido…”.

3.399 kilómetros

En los muelles del Isabel Zendal, Nykola, camionero ucraniano con 13 años de vida en España, mira arrancar otro camión de cinco ejes con destino al norte, con dos chóferes ucranianos. Uno conduce mientras otro descansa; son más de 3.000 kilómetros.

Tres mil trescientos noventa y nueve recorría Nykola en tiempos de paz, en sus viajes a su casa familiar en Ternopol. Se sabe bien el guarismo porque, minuciosamente, ponía el cuentakilómetros de su coche a cero al salir de su domicilio en la periferia de Madrid, para ver cuánto distan exactamente uno y otro extremos de su vida.

Nykola (a la izquierda, en los muelles de carga del hospital Isabel Zendal) ayuda a organizarse a los camioneros ucranianos que llevan la ayuda humanitaria. José Luis Roca

Nykola tiene hermanos arrollados por la guerra. No quiere dar el apellido familiar “por seguridad”. Y eso caracteriza a esta invasión: los refugiados y los emigrantes no dicen del todo quiénes son porque temen que el enemigo escuche y se vengue.

En la gasolinera Cepsa de la M40, adonde ha parado a tomar un café, Nykola, como tantos ucranianos hoy, charla de geoestrategia. Clava la mirada azul preguntando: “Esta es una guerra por la libertad. ¿Por qué hay gente que prefiere, que nos rindamos, que bajemos las manos?”. 

Al salir de la cafetería este cincuentón de Ternopol se parapeta con la cazadora del viento frío que tomó la ciudad, y camina hacia su coche entre el ajetreo de vehículos repostando, cuyos conductores, inmersos en sus asuntos cotidianos, salen de pagar por la gasolina el precio más desorbitado de sus vidas: “Mira, los ucranianos luchan ahora –dice al despedirse, entre el ruido de los coches repostando-. Si Europa no los ayuda, será a vuestros hijos a los que les tocará pelear después”.

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