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Crisis del coronavirus

China, lastrada por su tolerancia cero frente al covid

La baja vacunación de los ancianos y el miedo a un brote colosal impide la apertura

Paisaje con mascarilla en un parque de Pekín el fin de semana del uno de mayo. Reuters

El áspero encierro de Shanghái conmociona a un mundo que ya convive con el virus. Ciudadanos gritando desde la ventana que les dejen salir o derribando las vallas frente a sus viviendas, suplicando comida o temiendo que los funcionarios se lleven a sus hijos contagiados. La tolerancia cero en China es globalmente desdeñada como una cabezonería estéril, costosa y ajena a la ciencia y la razón, explicada solo desde la arrogancia política. El asunto es más complejo.

Un juicio justo exige una mirada al retrovisor. Esa política se demostró durante dos años más eficaz que los eternos ciclos de aperturas y cierres de Occidente. La cuna de la pandemia y hogar de la quinta parte de la población mundial apenas ha contado 5.000 muertos, su economía fue la única entre las grandes que creció en 2021 y el pasado año se expandió por encima del 8%. Ha blindado a China de las mortandades globales y las recesiones pero es pertinente preguntarse si es aún vigente con vacunaciones en masa y variantes más contagiosas y menos lesivas.

Shanghái sugiere que no. No hay dudas sobre la magnitud del drama. China pagará una onerosa factura tras cinco semanas con su corazón financiero detenido. Las cuarentenas atormentan a muchos y los psicólogos alertan de ansiedad y depresión y otras secuelas. Shanghái ha roto la casuística de cuarentenas cortas y suministros garantizados que las hacían asumibles por el bien común. Hay dudas, pues, de si Shanghái responde a la receta tradicional.

Autogobierno

Shanghái se representa como un país dentro de un país, rabiosamente cosmopolita, más pendiente a menudo del mundo que del interior. Muchos shanghaineses opinan que les iría mejor si la ciudad se autogobernara y no dependiera de Pekín. Goza su gestión de una justificada fama. Ya sorteó sin daños la epidemia del SARS y durante dos años de coronavirus evitó los contagios. Así que, cuando a finales de febrero emergieron los primeros, rechazó los medievales encierros. Una vía más internacional, menos china. Selló complejos inmobiliarios y no funcionó. Cerró pequeños distritos y tampoco. Aprobó ya con los contagios desatados una inédita “cuarentena dual”, cinco días la mitad de la ciudad al este del río Huangpu y otros cinco la del oeste, pero los casos en el momento del relevo en la primera seguían al alza y aceptó por fin lo inevitable. 

Shanghái se cerró con 13.000 casos diarios cuando Shenzhen, la macrociudad del sur, lo había hecho el mes anterior con 60 y sofocó el foco en una semana. Shanghái necesitó más de un millar de casos para ordenar los testeos masivos mientras en Pekín se impusieron la semana pasada con seis. La política de tolerancia cero no ha fallado en Shanghái, Shanghái ha fallado a la política de tolerancia cero. La llegada desde la capital de Sun Chunlan, miembro del politburó y responsable de la pandemia desde los tiempos de Wuhan, certificó semanas atrás que se habían acabado las terceras vías y otros experimentos. No abunda la solidaridad en China al drama de Shanghái, juzgado como un castigo a su arrogancia. El libreto se sigue ahora al dictado. Guangzhou canceló sus vuelos y analizó a un tercio de sus 15 millones de habitantes tras descubrir la semana pasada un caso “probable” sin esperar a confirmarlo

Las autoridades se equivocaron

“Las autoridades de Shanghái decían que lo tenían controlado y se equivocaron. Creían que podrían hacerlo mejor que el resto de China con sus encierros. Y carecían de un plan de contingencia para mantener en casa a la población y asegurar el suministro de comida. No puedes suspender todos los servicios logísticos durante mucho tiempo. Estamos viendo que Guangzhou, Hangzhou y Pekín han aprendido la lección”, sostiene Dali Yang, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Chicago.

Cuanto más pide el mundo a China que jubile su política, con más ahínco la defiende China como un seguro de vida para su población más débil. Su tozudez se suele explicar desde motivos políticos espurios. En el congreso de otoño del partido, donde Xi Jinping confirmará un tercer mandato presidencial, o en la complicada renuncia a una política señalada durante dos años como el corolario de la superioridad de su sistema político. Son especulaciones que no carecen de base pero tampoco de comprobación. Más cierta e inminente es la amenaza de sufrir un desastre como el de Hong Kong. La excolonia, con una población similar a la catalana, ha sufrido 9.000 muertes este año por un brote que devastó su red hospitalaria. Nadie ha olvidado en China a los pacientes atendidos en camas en la calle o las bolsas amontonadas de cadáveres. Hong Kong y el continente comparten el problema de la baja vacunación de sus ancianos. Casi el 90% de la población china cuenta con la pauta completa pero el porcentaje baja al 51% en los mayores de 80 años. Los 350 muertos en Shanghái son, en su inmensa mayoría, ancianos que no se han vacunado porque no han querido o podido por enfermedades graves previas.

No seguir el ejemplo occidental

Los expertos chinos y extranjeros certifican la tragedia si China adopta la relajación de Estados Unidos o Europa. Si ómicron arrasó la red sanitaria hongkonesa, de las mejores del mundo, asusta pensar en la China menos desarrollada. Las zonas rurales, donde vive el 40 % de los 1.300 millones de chinos, apenas cuentan con 1,4 millones de camas, según la Comisión Nacional de Salud. El “brote colosal” que anticipan los investigadores de la Peking University mataría no sólo a los contagiados de covid sino a otros enfermos que no podrían ser asistidos. Airfinity, una consultora británica de sanidad, calcula que un brote a escala a nacional dejaría un millón de muertos en tres meses. Un millón de muertos son inasumibles para una sociedad y un gobierno que han contado 5.000 desde que llegaron noticias de un extraña neumonía en Wuhan.

Cualquier viraje pasa por la previa vacunación de los ancianos. China la estimuló al principio en los jóvenes porque sumaban la mayoría de los contagios y temía los efectos secundarios en los más débiles. "No estaba indicada para ancianos ni enfermos porque ningún país quiere que los vacunados se mueran. Había dudas tanto en los ancianos como en el Gobierno", revela Dali Yang. Muchos siguen esquivos porque la vacuna supone un riesgo pequeño que se asume frente a una amenaza mayor que en China no ha existido. El coronavirus ha tenido una presencia mínima en la mayor parte del país y esos ancianos ahora son el flanco débil de la defesa nacional contra el covid. 

Es lícito preguntarse si un gobierno que encierra a 25 millones de personas durante más de un mes no puede vacunar a sus ancianos. La idea, en la práctica, es dificultosa. Vacunar a millones de ancianos tercos como mulas, que han rechazado los pinchazos a pesar de las docenas de huevos, descuentos en supermercados y otros sobornos, implica la fuerza física y unas escenas poco lustrosas con funcionarios arrastrándolos y atándolos a una cama. Ni siquiera China puede soportar ese varapalo a su imagen y es seguro que los que hoy exigen con entusiasmo la vacunación obligatoria denunciarán mañana la inexcusable violación de derechos.

Las circunstancias atan a China a su política de tolerancia cero por falta de alternativas mejores. Asegura que solo la cambiará cuando su coste supere a sus beneficios y la protección de los más débiles no parece un argumento disparatado. Escucha que ómicron es imparable pero ya se decía lo mismo de otras variantes a las que paró, siempre más contagiosas e indetectables que la anterior. No permite China el debate y confía en su receta, que no es la chapuza de Shanghái, sino el inmediato cierre y cuarentenas tolerables de una o dos semanas.

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